En el colegio de los Salesianos empezó una rutina nueva, decisiva y
apasionante. Después de los cuatro años de parvulario y durante los
cuatro años de mi Bachillerato Elemental ocurrieron tantas cosas que
sería imposible incluso resumirlas. También dentro de la familia fueron
sucediendo durante ese mismo tiempo muchos acontecimientos: la boda de
mi hermana Consuelo, la decisión de mi hermano de estudiar ingeniería,
cosa que a pesar de los sacrificios económicos que eso significaba para
mi familia, porque había de trasladarse a Tarrasa, fue recibida con
alegría para todos, especialmente por mi padre, orgulloso de que un hijo
suyo fuera abriéndose camino; la compra de un coche; mejores medios de
vida para todos... Y yo acudiendo cada mañana, a pie como siempre, al
centro de la ciudad para asistir a las clases, encontrando nuevos amigos
y más amplios horizontes.
Luces y sombras, lagrimas y risas, abulias y pasiones... Casi todos los
profesores eran curas y todavía me acuerdo muy bien de ellos, incluso de
mis enemigos. El enemigo mayor, desde luego, era el profesor de
matemáticas, don Rafael Quintana; razón de su especialidad, lo odiaba a
muerte. Y él debía de ser el único de allí que no me quería. Sabiendo
que esa ciencia era un alimento tan indigesto para mí, cosa que demostré
desde el primer día, en vez de suavizarlo y endulzarlo lo convertía en
un auténtico veneno. Pienso en realidad que era un pésimo profesor, de
los que te riñen y castigan continuamente si no entiendes algo, en vez
de explicártelo de nuevo e intentar hacerlo comprensible: era un hombre
duro, antipático, cruel, inhumano, agrio, frío sin un ápice de
misericordia en el alma.. Por alguna misteriosa razón, he conocido a
muchas personas como yo aborrecieron muy tempranamente las matemáticas
por haber tropezado de niños con un ogro como el que a mí me deparó mi
infortunio; no puedo pensar que esa ciencia tenga en su alma algún virus
tan asesino como para haber logrado la malevolencia de tantos alumnos,
más bien pienso que muchos profesores - como el mío - no se preocuparon
jamás de explicar para que servía un logaritmo y cuál era su género de
belleza, que sin duda la tiene: de hecho, música y matemáticas, por su
entidad abstracta, han tenido siempre mucha buena vecindad. ¿ Qué ha
ocurrido entonces? Supongo que alguna vez en alguna parte habrá habido
un adolescente que adorase las matemáticas, que abandonara sus juegos
para correr a su cuarto a averiguar el trazado de una elipse o la
velocidad de un tonel que se va vaciando a razón de medio litro por
minuto... Algunas veces he sentido mi carencia de conocimiento en ese
campo, aunque nunca en la práctica vital; diaria; carencia en el plano
especulativo, porque a todo el mundo le gustaría saber más de lo que
sabe, independientemente de lo útil que eso pueda ser; todos los
hombres, por ese hecho de serlo, deben aspirar a saberlo todo, a
conocerlo todo, por encima de la imposibilidad real de conseguirlo. Si
aquel profesor cuyo nombre preferiría olvidar hubiese sido más generoso,
más inteligente, no sentiría ahora esa incomoda aversión hacia las
matemáticas.
Porque debo confesar que las ciencias en general tampoco me apasionaron
mucho, y con frecuencia esta asignatura acompañaba a la matemáticas en
hacerme meno agradables los veranos. Quiero decir que suspendía las dos
en los exámenes de junio y debía continuar estudiándolas para por fin
aprobarlas en septiembre y así pasar al curso siguiente. Fueron pues,
las dos compañeras más fieles y las menos amadas de mi bachillerato.
Incluso hube de asistir a una academia nocturna para reforzar - o suplir
- lo que no enseñaban los salesianos ... Y sin embargo, había muchos
rincones de las Ciencias que me apasionaban y siguen apasionándome, tal
vez porque les he dado alguna utilidad. Del árido aprendizaje de la
manera de reproducirse los helechos , por ejemplo, he pasado a
cultivarlos en mi propia casa y a contemplar admirado la caída de las
esporas. De las listas de los huesos de los mamíferos he terminado
entablillando alguna pata de alguno de mis numerosos perros cuando
sufrían un percance... Pero tampoco el profesor se esforzaba por
enseñarnos las maravillas de la vida y su proceso, esa belleza inmensa
de los seres que nos rodean, la perfección de las piedras, el milagro de
las plantas. En la clase todo parecía abstracto y lejano, como si no
tuviera relación alguna con nosotros mismos, ajeno como una educación,
técnico como un verbo latino en subjuntivo. Tal vez me cuesta más
trabajo perdonar aquel profesor de Ciencias que a mi declarado enemigo
matemático, porque me gustaban las ciencias y no pude sacar de ellas el
justo provecho.
Luego venían las actividades religiosas. En la época dorada de lo que
los historiadores han llamado el nacional catolicismo, a finales de la
década de los cincuenta, y ya en puertas de la Década Prodigiosa -
aunque quizá no tanto entre nosotros-, entonces, digo, a ningún niño ni
a ningún padre se le pedía opinión acerca de la enseñanza religiosa que
deseaba o sobre qué grado de la misma. Y como todos los colegios eran
religiosos de un u otro, importaba poco que sus titulares fueran frailes
o laicos o funcionarios públicos; por otro lado en ciudades pequeñas
como Alcoy no había mucho donde elegir.
De modo que la disciplina en este territorio era terrible. Por la mañana
antes de comenzar las clases, misa obligatoria; al mediodía, la visita;
por la tarde, el rosario y la despedida... Entre unas cosas y otras nos
pasábamos la vida entrando y saliendo de la capilla.
-¡Niños, a rezar!
Ninguno de mis condiscípulos podrá olvidar jamás aquella orden tan
continuamente repetida. Y cada uno procuraba desobedecerla como mejor
podía, sin arriesgarse demasiado a las iras de los cuidadores, No porque
entre nosotros hubiera un especial sentido de irreligiosidad o ateísmo,
sino porque tales excesos no resultaban bastante pesados. Misas,
confesiones, rosarios, primeros viernes de mes, novenas, visitas al
Santísimo, mes de María... No paraba uno de asistir a la capilla, lo
que, a la larga, en vez de fomentar la devoción alimentaba el
aburrimiento. Y sin embargo, yo era un niño bastante piadoso y lo sigo
siendo, aunque, como en todo, un poco a mi manera, desde luego. Cuando
en la confesión me ponían algunas oraciones de pertenencia, terminaba
confundiéndolas todas especialmente el Señor mío Jesucristo y el Yo
Pecador; lo normal es que empezase con una y terminara con la otra. Esa
especie de indiferencia biológica, y aquella edad, no significaba que
fuese entonces, como no lo soy ahora, Una persona descreída, simplemente
uno se forja un Dios a su medida, se dirige a él con su propio lenguaje,
lo ve según la personal imaginación. Lo que no me gustan son los ritos,
ni en eso ni en nada. Lo que solía suceder, como consecuencia de tal
actitud de espíritu, era que cuando pasaban lista a las ocho de la
mañana, antes del Introibo ad halarte Dei,, el alumno Camilo Blanes no
había aparecido; no todos los días, pero sí muchos. Con mi carita
angelical daba siempre la misma disculpa: que mi casa estaba lejísimos
del colegio - lo cual era una verdad comprobable-, que mi madre me había
despertado un poco tarde, que se me habían roto los cordones del zapato
a medio camino; lo expresaba con tanta convicción e inocencia que sólo
en contadas ocasiones sufrís represalias por el retraso.
En cuanto al oficio vespertino, el rosario, la incomparecencia
presentaba mayores dificultades. Como éramos muchos los alumnos, era
posible fugarse lisa y llanamente en el camino del aula o la capilla, o
en la capilla misma, por una puerta lateral. En los salesianos mis
escapadas no estaban motivadas por el tedio de los estudios o la
nostalgia de la casa, sino por el excesivo celo religioso de mis
educadores. Entrábamos en la capilla en fila de a dos y en el revuelo de
colocación en los bancos, yo me las arreglaba para desaparecer por la
otra puerta. Normalmente los vigilantes no se enteraban Y si se
enteraban...
-Camilo, no te quedaste ayer al rosario.
-Que sí padre, que sí me quedé...
-¿Ah, sí? ¿ Y qué ocurrió durante la letanía?
-Pues..., pues, que uno de tercero se quedó dormido y se cayó,
-Mucha imaginación tienes tú. Pon la mano.
-No por favor...
-¡La mano! ¿No has oído?
La gran herramienta de tortura de los salesianos, especialmente de don
Juan Marín, caía sobre mí. Era una regla cuadrada y gruesa, ennegrecida
por la cochambre y los golpes. Según quien la utilizara, podía hacerse
ver todas las estrellas de la Vía Láctea, el total conglomerado de las
galaxias, o solamente los cúmulos de bordes dorados como montañas
nevadas (según las describía mi libro de Ciencias).
Y si los curas seguían las "ordenanzas" de la continencia en algunos
aspectos, las despreciaban a la hora de usar medios represivos. Aquellas
reglas, e incluso herramientas de proporciones mayores, eran la gran
medicina de aquel colegio. Y servían para todo género de enfermedades:
si llegabas tarde, si te escapabas, si no sabías responder a lo que te
preguntaban, si urdías un plan cachondo para alterar la clase, si se te
escapaba un cuesco, si se te caía un libro, si te resbalabas cuando ibas
a comulgar, si te escapabas durante el recreo, si le debas un pelotazo a
un vigilante, si te oían decir una palabra fea, si...
Para mi desdicha, por culpa del orden alfabético, me encontraba sentado
siempre en el primer pupitre y solo esa cara angelical de la que ya he
hablado me libraba -aunque no siempre- de las venganzas colectivas,
porque los escarmientos recaían sobre el que estaba más a mano. Uno de
ellos era el pobre candela. Se fundían las luces del colegio y:
-¡Candela!, ¿qué has hecho?
-Yo no he hecho nada, padre.
-¡Seguro que has metido un ratón entre los cables! ¡A ver, la mano!.
Aparecía un cristal roto y:
-¡Candela!, ¿con qué has roto el cristal? ¡La mano!.
El pobre Candela, que estaba a mi lado y carecía del don del rostro
angelical era el que pagaba todos los platos rotos de la clase, el chivo
expiatorio, la cabeza del turco, la víctima de todas las iras sin
destino. ¡Cuántas palizas recibió el pobre! No es que siempre fuera
inocente, desde luego, e imagino que su buena fama se la ganaría con
méritos que ahora no recuerdo, pero no podré olvidar el silbido de la
regla que pasaba junto a mi oreja y terminaba en la cabeza de mi colega.
Si yo tengo ahora alguna resistencia acerca de los métodos educativos de
aquellos salesianos, sospecho que el tal Candela habrá fundado una
asociación para luchar contra los hijos de San Juan Bosco. Por lo menos.
Y también yo recibí lo mío. Y no porque fuera de esos alumnos que ponían
petardos debajo del culo del profesor, o llenaban de moscas muertas su
tintero, o le mojaban la tiza, o le arrojaban pellas de barro a la
sotana...Los más inocentes delitos solían recibir un tratamiento
catártico inmediato y cruel. Aunque algunos años mayor que yo -y por lo
mismo con experiencias aún peores-, José Antonio Labordeta ha sabido
reflejar aquel mundo, su sordidez, en una espléndida canción titulada
Rosa Rosae, que me emocionaba cada vez que la oigo.
Un día entró mi madre en el baño para darme ropa limpia después de la
ducha. Me vio la espalda y el trasero llenos de moratones.
-Pero, ¿qué te ha pasado, Camilo?
Hasta entonces, no me había atrevido a contarlo. Y tuve que confesar.
Pero ¿qué terribles delitos podía cometer un niño de once, de trece
años? Ni siquiera recuerdo por qué motivo había llevado a mi casa aquel
día las huellas de la regla asesina. ¿me habían salido mal los
quebrados? ¿Había confundido las fanerógamas con las criptógamas? ¿Me
había saltado la capital de Hungría? ¿O tal vez no había aparecido a la
hora de los ensayos?.
Eso es lo más probable. Nunca fui, lo he dicho, un alumno díscolo e
intratable. Más aún, casi todos los profesores que me querían mucho e
incluso me mimaban en ocasiones gracias a esas artes misteriosas que me
han sido dadas, pero ningún cariño parecía eximirles de su afición a la
tortura, y yo recibía las más abundantes raciones por asuntos
relacionados con la música.
Es que era muy dura mi vida..., sí. El hermano de Remigio Barrachina, el
de los picores en la oreja, había sido efectivamente un profeta. Como ya
conté, prácticamente desde el primer día, y durante cuatro años que
estuve en aquel colegio, tuve el cargo de solista del coro. Eso implica
algunos pequeños privilegios, o por lo menos un mejor trato general,
mayores muestras de afecto, quizás cierta benevolencia en las
clasificaciones de una sabiduría dudosa y, desde luego, una razón para
la pequeña vanidad. En Alcoy todo el mundo sabía -o por lo menos las
niñas, que empezaban a ser la parte del mundo que más me interesaba- que
Camilo era solista de los Salesianos.
Al margen de las bromas, la gran ventaja de haber pertenecido al coro
fue la formación musical, incompleta si se quiere, pero sólida. Por otro
lado, siempre me he sentido muy orgulloso de ello cuando he leído
biografías de los músicos verdaderamente grandes (Bach, Morales, Haydn,
Purcell, Schubert, Puccini), que se iniciaron también como niños de
coro. Llevábamos una actividad dura y provechosa: horas y horas de
escalas, técnicas primitivas de voz, aprendizaje de lectura de
pentagramas, nociones de historia de la música, audiciones...; aunque no
se trataba de una metodología rigurosa y dirigida a una profesión
musical, como hubiera ocurrido en un conservatorio, al menos sentaban
las bases para quien deseara luego seguir ese camino. En ese sentido he
agradecido siempre aquellas enseñanzas que estaban al margen de los
estudios oficiales; tal vez sin ellas hubiera abandonado mi afición a la
música, pero lo que sí es seguro es que no sabría mucho de lo que ahora
sé y hubiera ignorado siempre técnicas que he podido aplicar luego a mi
forma de cantar.
Pero entonces no era yo muy consciente de ese agradecimiento. Sentía
solo la dramática e incómoda realidad presente. Y la voz de Chelo:
-Camilo, al colegio.
-Pero si es domingo...
-Tienes que cantar en la misa.
-Diles que me he quedado ronco, Chelo, por favor. Tengo mucho sueño.
-Que luego te arrean con la regla. Vamos, tienes que ir.
Te daré un buen desayuno y se te quitará el sueño. E iremos a oírte.
-Si hoy no hay misa...
así, domingo tras domingo, fiesta tras fiesta. Mientras mis colegas
podían quedarse en la cama hasta mediodía -lo que siempre me ha parecido
el placer supremo-, mientras incluso podían desayunar en la cama y luego
echar otro sueñito, el infeliz Camilo, solista del coro, tenía que
saltar disparado de la cama, vestirse a toda prisa, desayunar sin
entusiasmo y correr como un loco por las calles vacías de Alcoy para
llegar a tiempo a la misa. El colegio quedaba lejos, pero los domingos y
fiestas de guardar parecía que lo habían trasladado a Alicante...
Y luego, los ensayos. El ritual católico de la época acumulaba con
generosidad sin límites las celebraciones religiosas. Continuamente era
necesario aprenderse nuevas coplas: villancicos para navidad, loas a la
Virgen de Mayo, oficios en Semana Santa, himnos para los santos de la
casa. Después de un día fatigoso con las matemáticas, y mientras los
afortunados que tenían mala voz se iban a jugar a la calle, nosotros
debíamos quedarnos todavía un rato más para aprendernos los cantos
religiosos. Y como se organizaban ocasionalmente también fiestas
profanas (el santo director, las excursiones, el fin de curso), era
necesario reforzar el repertorio y aprender asimismo aquellos arreglos
de canciones tradicionales y folklóricas para coros religiosos que
hacían el padre Donastia y otras docenas de curas de Media España.
Melodías vascas, gallegas, fragmentos de zarzuelas, habaneras, romanzas
originales...todo había que ensayarlo una y mil veces, en las mejores
tardes de mi vida. Nadie se sorprenderá de que luchara con todos mis
medios para hurtarme a aquella condena. Conseguía a veces, en el camino
desde el aula a las clases de ensayo, escaparme con los demás. Otras
veces, especialmente cuando teníamos matemáticas a segunda hora de la
tarde, me las piraba durante el recreo. E incluso en alguna ocasión
convencí a mi madre de que había perdido la voz y de ninguna manera
conseguiría entonar debidamente el Gloria.
Ni siquiera me importaban demasiado las consecuencias. Cada vez que no
aparecía en un ensayo o en una actuación del coro, sabía lo que me
esperaba. Únicamente quedaba por averiguar si se utilizaría la regla
pequeña o la grande, si me golpearían exclusivamente en las manos -en
los nudillos primero, en las palmas después-, o si los golpes me
alcanzarían también la cabeza y las costillas...Era un riesgo conocido
que valía la pena correr a cambio de unas horas más de sueño o de
compartir con los demás esos momentos deliciosos que siguen a las horas
de clase; el clima de Alcoy era por lo general benigno, las calles
estaban animadas, los levantinos hemos estado siempre muy inclinados a
la fiesta y a la alegría. ¿Cómo podrían convencerme para que sacrificara
todo eso por ser el solista del coro?.
Pero no todo era tan terrible en el colegio de los Salesianos; e incluso
había profesores maravillosos, como don Tomás, un cura "rebotado" al que
todos los niños seguíamos siempre como el flautista de Hamelín. Si había
muchas cosas que dolían profundamente a un espíritu libre como el mío,
otras resultaban muy satisfactorias. Su número, visto a los cinco
lustros, supera a las otras, ya que han quedado más hondamente
enraizadas.
El odio que sentía por las matemáticas y las horas de ensayo no era tan
intenso como el amor que tenía por otras materias. La historia y la
literatura me encantaban. Lo primero que hacía todos los años al recibir
los libros del curso era leerme todas las poesías que aparecían en el
texto de Lenguaje; muchas de ellas me las sabía de memoria antes de
meternos con la primera lección. Las fábulas de Samaniego, los romances
de Machado, pequeños fragmentos, ejemplares de Berceo, Lope, García
Lorca, Fray Luis, Gerardo Diego parecían tener para mí una música
todavía no encontrada. Repetía los versos con la misma devoción que las
canciones de Joselito y no me ponía a cantarlos porque todavía la radio
no me había dado una pista.
Y luego la Historia, tanto la de España como la mundial. No me costaba
ningún trabajo aprenderme de memoria nombrar los reyes, guerreros y
gobernantes, sobre todo porque algunos de ellos aparecían dibujados en
el libro; podía identificar sus hechos con sus hazañas y eso me los
hacía más cercanos y comprensibles (lo que no ocurría con la geometría).
En este apartado incluía también la Religión. Si mi comportamiento en la
capilla no era muy devoto, en cambio me sabía al dedillo la asignatura
llamada Religión. Sospecho que, sobre todo, porque consistía básicamente
en Historia Sagrada. Me costaba mucho esfuerzo comprender que un Dios
mandase a su amigo Abraham que clavase un cuchillo a su hijo Isaías en
lo alto de un monte -ni entendía la bondad de Dios en este hecho ni la
obediencia del justo-; comprender que a Job le gustase vivir entre ratas
y basuras porque así se lo pedía un Ser que ideaba crueldades de ese
género, tantos asesinatos, tantas muertes como allí aparecían, pero me
entusiasmaban los hechos que en sí mismos y las ilustraciones que los
mostraban; la estupenda Judith, la liberadora de Betulia frente a los
asirios, con la cabeza de Holofernes en la mano, la Magdalena mesándose
los pelos a los pies de Jesucristo (escena que yo habría de representar
al lado de mi amiga Angelita Carrasco...), la honda del rey David antes
de serlo, la maravillosa generosidad de la multiplicación de los panes y
los peces...Eran todas historias espléndidas que yo me aprendía en un
pispás y esperaba las clases que nos las explicaban como auténtica
impaciencia.
Evidentemente, yo era de letras... No me costaba mucho el aprendizaje
del latín, que era la bestia negra de la mayoría. Todavía hoy podría
declinar y recitar algunas formas verbales, incluso las irregulares. En
cuanto al francés, me resultaba tan fácil como el español. No solo me
han gustado siempre las lenguas, sino que incluso he sido un poco obseso
en este terreno; no me da reparos corregir a los amigos que utilizan
expresiones erróneas o barbarismos...incluso en francés y en inglés (y
pronto en alemán y hasta en japonés, ya que he comenzado a estudiar
estas lenguas). Debido sin duda a un oído excelente, manifestado ya en
la facilidad para recordar las canciones de la radio, el estudio de los
idiomas me gustaba; más aún, era una verdadera pasión. Si el director
del colegio me hubiera ofrecido cambiar la clase de matemáticas por tres
clases de swahili, tagalo y quechua, por ejemplo, lo hubiera aceptado
muy contento. Aún perdiendo los juegos de la tarde.
Tal vez por eso y por los resultados de mi trabajo en el coro, la mayor
parte de los frailes estaba enloquecida conmigo..., excepto los ya
silenciados profesores de Ciencias y de Matemáticas. Había incluso un
par de ellos que me querían demasiado. No soy chismoso, no diré sus
nombres. A uno de ellos le gustaba mucho, por razones de oficio, hacerme
regulares repasos de conciencia. Lo que ocurre es que también era
aficionado a hacerme repasos de piel. Una vez al trimestre al menos me
llamaba a su despacho, pequeño y lleno de libros, me sentaba en sus
rodillas y me hacía una sesión muy perfecta de lavado de cerebro; al
mismo tiempo, me acariciaba el cuello, las rodillas desnudas...Debo
confesar que tardé algunos años en darme cuenta exacta del sentido de
aquellas caricias. Yo estaba sorprendido de tanto afecto, maravillado de
las cosas que oía. Decía que yo podía ser un segundo Santo Domingo
Savio, aquel jovencito cursi que prefería morir a pecar, quiero decir,
que decía antes de morir que pecar, y lo relataba con tanta belleza y
garbo que por un momento me veía levitando con las manos juntas y aquel
cuellecito cerrado que mostraban las estampas del niño italiano. Ni
notaba la manipulación del cura sobre mi cuerpo ni imaginaba a dónde
quería ir. Cuando llegué a mi casa, mi aspecto angelical debía ser
seráfico.
-Mama, quiero ser cura.
-¿Cómo has dicho? -preguntó mi padre dejando la cuchara en el plato.
-Que voy a ser cura.
-¿Qué chaladura es esa? ¿Qué le ocurre a este niño, Joaquina? ¿Está
malo?
-Es que me han dicho que voy a ser Santo Domingo Savio y me parece que
para eso hay que ser cura antes.
-Ah, bueno -respondió mi padre-. Muy bien, muy bien...Lo malo es que tú
eres Camilo Blanes Cortés. Así que has llegado un poco tarde para ser el
Domingo ese. Será mejor que cenes, hijo.
A la mañana siguiente, no me acordaba del asunto. Pero de vez en cuando
algún compañero me contaba que había decidido llegar a se Santo Domingo
Savio. No hacía falta que le preguntara quién le había convencido de
ello. A unos cuántos, quizás a la mayoría, se nos llamaba de vez en
cuando a aquel despacho y entre toqueteos y palabras tiernas
terminábamos flotando en una santidad que ni siquiera comprendíamos.
"Antes morir que pecar..." Pero, ¿qué era pecar a los doce años? ¿Dónde
estaba el mal y cuál era su rostro? Aquel hombre no supo explicármelo
nunca.
No obstante, a lo largo de aquellos cuatro años, sí lograron -puede que
incluso también aquel paidófilo y mariposo secreto- inculcarme un firme
sentido moral de la existencia. No estoy seguro de si lo adquirí en mi
casa o el los Salesianos, aunque creo que las dos formas de educación
contribuyeron a ello. Así, aunque pasé momentos muy malos, ahora
entiendo que a la larga me han resultado provechosos. Especialmente
porque en ese borde de la infancia aprendí a respetar a los demás, a
amarlos por encima de las propias opiniones, a sentirme solidario con
los otros, sobre todo con quienes peor lo pasaban, como mi vecino
Candela.
Con cierta pena comprobaría más tarde que muchas veces el interés y el
negocio pesaban más que aquellas gentes que su honestidad y caridad
profesional. Cuando, por ejemplo, intenté que mis sobrinos fueran
admitidos en el colegio La Salle de Alcoy, tuve que aceptar casi a la
fuerza una actuación benéfica cuya recaudación total fue a parar al
colegio. Unos años más tarde, mis sobrinos tuvieron problemas de
estudios debidos sobre todo a su comportamiento díscolo. Sin ningún
miramiento los curas decidieron suspenderles la matrícula, sin recordar
el dinero embolsado a mi costa.
En otra ocasión me ocurrió un hecho todavía más insólito y desagradable
con los mismos religiosos. Me encontré con uno de ellos, cargo
importante en el colegio, y enseguida comenzó a explicarme una
inexistente realidad.
-¡Claro, hombre, Camilo Blanes! ¡Chico, con eso de Sesto me tenías
confundido! ¡Si fuiste alumno de nuestro colegio...!
-Yo, mire...
-Sí, hombre, no se me podía olvidar...¿Te acuerdas del padre Federico?
¿Y te acuerdas del día que cantaste y te aplaudieron los fieles? ¿Y
aquel otro día que...? A mí no se me olvidará nunca. ¡Eres uno de los
mejores alumnos!.
Se pasó un rato dándome coba y trayendo a colación recuerdos falsos. Yo
le seguía la corriente, porque sabía a dónde quería llegar. No quise
decirle que había sido alumno de los Salesianos y no de La Salle, el
otro colegio grande de Alcoy. Sonreía para mis adentros mientras el cura
continuaba sus despropósitos. Y por fin decidió entrar en el meollo del
asunto.
-Pues tenía muchas ganas de volver a encontrarte, Camilo...Porque,
¿sabes?, estaba pensando yo que podías hacer un Festival Benéfico. No
puedes negarte, habiendo sido alumno nuestro. Es para cubrir algunas
necesidades perentorias...
No me atrevo a escribir las palabras que utilicé para negarme a aquella
burda encerrona.
Al fin, como una bruma dorada, me queda esa memoria del colegio de los
Salesianos. La regla, los ensayos, las matemáticas, los asedios resultan
solo montículos podridos en una gran llanura llena de paz. Mirando con
prisas se ven solo esos montículos, porque se destacan de tantos días
útiles y acogedores. Supieron inculcarnos un gran sentido de la amistad
y de la cooperación entre todos, esa solidaridad que he citado; entre el
área del polígono irregular y el Galia est omnia divisa in partes tres;
aquellos educadores supieron finalmente prepararnos para la vida, que
está construída de caricias y golpes, de lágrimas y sonrisas. No logro
recordar en qué espacio situaron esa conciencia de la moral, moral por
encima de cualquier religión determinada, pero ciertamente existió. Como
existió también una cierta imparcialidad política, algo que los que
conocieron la época calificarían conmigo de milagrosa. No quiero decir
solo que desaparecieron los himnos, pero incluso los adoctrinamientos;
en realidad, nos ahorraron la conciencia de lo que estaba pasando
entonces en España, lo cual puede interpretarse como se quiera. Pero si
nos prepararon para un tipo de relaciones políticas que entonces casi ni
podían soñarse, su insistencia en una cierta tolerancia y comprensión,
desdeñando siempre las peculiaridades del momento, nos mantuvo al margen
de lo que sucedía. En fin, los impulsos que a mí me dieron no solo por
el camino de la música, sino también por el de la pintura y el de la
poesía, y en general el gusto por lo bello y lo duradero, resultaron
valiosísimos a la larga. Apenas abandonado el colegio de los Salesianos,
con la reválida de cuarto, desistí de continuar estudiando con
regularidad. Por mi cuenta ampliaría mis conocimientos de aquellas
cuestiones que me habían interesado hasta entonces: las lenguas, la
Historia, la poesía, la pintura y, sobre todo, la música. Tal vez
también fueron los salesianos los que me convencieron de que nunca se
termina de aprender y que la curiosidad, en todas sus formas, es el
reflejo más evidente de que uno está vivo. Dejar las aulas no significa
dejar de estudiar, de aprender. La única diferencia es que no tienes un
profesor de matemáticas con una regla en la mano.