A gran parte de los comentaristas de lo que ellos mismos llaman "mundo
frívolo" -aunque habría mucho que hablar de tal frivolidad- les parece
de perlas que Mick Jagger aparezca en los escenarios agitando las
caderas envueltas en un taparrabos con los colores de la bandera
británica ; dicen que es una muestra de su genialidad incomparable.
Aplauden sin reticencias las rompedoras excentricidades de Alice Cooper
y aceptan el punkismo más feroz como un signo de los tiempos, incluso en
sus manifestaciones más violentas y desagradables. Al fin y al cabo eso
forma parte del espectáculo, es el espectáculo mismo, dicen. Y sus
protagonistas son ingleses, americanos, están apoyados por los grandes
gobernadores de los mass media. Pero cuando a mí se me rompió una
costura del pantalón durante una actuación en el "Scala" de Madrid, esos
mismos comentaristas me criticaron muy duramente. Los más exquisitos
informadores han admirado siempre los muslos que la ventilación del
Metro permitía mostrar a la Monroe, o ese tirante caído que solía
exhibir Ella Raines para dejar que el espectador gozase de la belleza de
sus hombros, o los torsos desnudos de ochenta docenas de actores
conocidos y respetados. Pero si sospechan que el tejido de mi pantalón
no comprime lo suficiente aquellos dones que la madre Naturaleza tan
pródiga y generosamente me ha otorgado, en seguida se lanzan al
sarcasmo, la ironía o la burla. A mí me recuerdan a lo que un sargento
de los "grises", muy benévolo, me dijo cuando la banda de los Ojos
Negros tuvo un conflicto con la Policía a la salida de "Los Boys" :
"Bueno, está bien que imitéis a los Escarabajos, pero que no me entere
yo que ahí dentro copiáis a los Estones!"
Sin embargo, ni el pantalón roto en Madrid, ni la cremallera desgarrada
en Nueva York, ni la ostentación física de lo que uno tiene porque su
ocultación es imposible han sido nunca operaciones deliberadas y
conscientes. Forman parte de los riesgos incontrolados, como si el
batería pierde de pronto una de las baquetas, como si alguien estornuda,
como si se funden dos focos, como si al trompeta le da un acceso de tos
en medio de un solo, como si un camarero de la sala tropieza y se viene
al suelo con una bandeja llena de vasos... Nunca me han parecido
peripecias dignas de comentario público. Allí estamos para algo más
importante y así suele entenderlo el público. Lo que yo suelo hacer en
estos frecuentes casos de accidente es seguir cantando como si tal cosa,
aun con el micrófono mudo, aun con algún cable chisporroteando. Pero me
atrevería a añadir que si todo ese género de sucesos fuera deliberado -el
pantalón roto, etc...-, podría formar parte de un espectáculo y, en
consecuencia, debería ser considerado como tal. Como los meneos del
Jagger, por ejemplo. ¿A qué entonces, escándalos tan pacatos y
desmelenados? Naturalmente, siempre las medidas se han aplicado según el
gusto del medidor y no según la rectitud de la medida misma.
Por otra parte, mi experiencia en romper pantalones es ya antigua. Al
poco tiempo de ingresar en el equipo de los Salesianos, como portero
titular, mientras durante un partido me columpiaba en el larguero de la
portería, rocé un clavo que sobresalía en uno de los palos laterales y
me rasgué el pantalón de deporte de arriba abajo, en dos pedazos. Me
quedé exactamente en bolas. Tapándome como podía con los despojos de la
tragedia, y corriendo por entre el público del encuentro, niñas
incluidas, llegué a casa de mi tía Pepiqueta.
-Pero, ¿qué te ha pasado, mi niño?
Me prestó una gabardina de mi primo Camilo, tan larga que me llegaba
hasta los pies. Enrollado en ella conseguí llegar hasta mi casa. Cuando
mi madre me vio se llevó las manos a la cabeza :
-Si te presentas así en Valencia el día 19 de marzo, se creen que eres
una falla y te queman...
En los miles de apariciones públicas que he realizado en mi carrera, las
he visto ciertamente de todos los colores. Una de las más apuradas y
dramáticas -divertida vista desde aquí- ocurrió en Punta Umbría, Huelva.
A mediodía había comido más ciruelas de las que mi intestino pudo
asimilar y cuando llegó el momento de subir al escenario, empecé a
sentir unos retortijones espantosos. Ya saben de sobra los que me han
visto que no me gusta quedarme quieto en las tablas ni tampoco me guardo
las manos en los bolsillos ; pues bien, aquella noche salí encogido y
agarrándome la barriga con una mano. Para redondear el panorama,
actuábamos al aire libre y planeaban a nuestro alrededor unos moquitos
grandes y voraces como buitres. Los músicos, las chicas del coro, los
técnicos, dedicaban más tiempo a golpearse el rostro y los brazos que a
atender sus ocupaciones, de modo que los instrumentos interrumpían sus
notas para que su dueño se librase de una de aquellas bestias y el
concierto era una mezcla de notas y de ¡plaf, plaf, plaf! Aquello sonaba
aproximadamente como la orquesta que me acompañaba en la discoteca "El
Caracol" de Asunción. El único inmune a aquel ataque era yo, que he
citado la aversión que por mi sangre sienten los insectos, pero no podía
frenar las premuras de mis prisas. Cada cuatro o cinco canciones tenía
que retirarme al camerino, disimulando mucho la situación, mientras los
músicos alternaban los pentagramas con el asesinato del mosquito.
Otra sorpresa poco agradable me sucedió en Águilas, Murcia, la tierra de
Paco Rabal, cuando yo comenzaba. No me conocía nadie entonces. El
presentador del espectáculo, que debía ser un tipo tan impuesto como el
que en Alcoy anunciaba mi voz microfónica, se colocó ante el respetable
y dijo más o menos :
-¡Señoras y señores! ¡Y a continuación el gran descubrimiento del
momento, el cantante electrizante, la voz que va a toda pastilla, el rey
del ritmo... Camilo! ¡Ritmo a todo gas, op!
Y aparezco yo con mi canción de moda : "Buenas noches, mi amooor", la
nana de Brahms. Los chavales, que ya tenían el grito dispuesto, se
quedaron de piedra. Y yo también, claro.
En contrapartida, otra sorpresa recibida en Argentina fue mucho más
agradable. Empecé a cantar, dentro del repertorio de entonces, mi
versión de Si se calla el cantor : Levanta su voz en las tribunas por el
que sufre... Una de las letras más expresivas y hermosas de la moderna
canción en castellano. Y de pronto sale de entre el público un hombre
ataviado con un poncho, veo que los servicios de seguridad le dejan
acercarse al escenario, veo que salta arriba, se coloca a mi lado... y
se pone a cantar conmigo. Era nada menos que Horacio Guaraní, el autor
de la canción. Empecé otra vez el tema y lo cantamos a dúo, completo. Y
me llevé su poncho como regalo del autor...
También en Buenos Aires ocurrió un extraño percance. Estaba actuando
Raphael y los organizadores me ofrecieron dos entradas para ir a verlo.
Yo pedí una localidad discreta, para que no me reconociesen, y así me lo
prometieron. Cuando llegué al teatro, un empleado se prestó a
acompañarme a mi sitio por una puerta lateral, a fin de que pasara
inadvertida mi presencia, como yo había pedido. Pero alguien tenía
decidido lo contrario. El empleado me hace entrar justamente de cara al
público y un cañón de luz empieza a seguirme los pasos. Raphael estaba
ya cantando. El público, al verme, empieza a gritar : "¡¡Huaaaa!!" y,
naturalmente, Raphael se calla, se da cuenta de lo que pasa y se cabrea
bastante. Algunos llegaron a decir que aquella intromisión había sido
deliberada, pero al final del espectáculo fui al camerino de mi amigo a
pedirle disculpas y explicar lo que realmente había pasado. Una vez más,
"el ídolo de la juventud" había sido víctima de los promotores de
espectáculos, que buscaban escándalos para beneficiarse ellos mismos,
sin preocuparse de los sentimientos de los demás.
Los verdaderos riesgos surgen de la manera más imprevista, y de ello es
testigo principal Ricardo, mi jefe de seguridad. Riesgos que se dan en
los escenarios y fuera de ellos. Tal vez el mayor miedo de mi vida no lo
sufrí ante las candilejas, sino en un viaje previo. Fue en Chile. Me
montaron en una avioneta de papel de celofán, apenas sentado me
entregaron un bocadillo dentro de una bolsita en la que podía leerse
"pasaporte a la aventura". ¡Y tanto! Aquel aparato, mientras se acercaba
a los Andes, parecía una mosca en medio de un huracán. Afortunadamente
no ocurrió nada irremediable, pero el terror de aquel vuelo no he podido
olvidarlo. He pasado momentos muy gratos en el aire y en aparatos
pequeños ; uno de los más felices, por ejemplo, fue un recorrido en un
pequeño helicóptero sobre Miami y sus alrededores. En todo caso, y no sé
muy bien por qué, hay momentos que siento cierta aprensión a las
máquinas voladoras, las veo más próximas a la avioneta chilena que a los
grandes "jumbos" transoceánicos.
De todos modos, apenas he tenido accidentes en mis continuos
desplazamientos, esa plaga que tanto se ha cebado en los cantantes. A
veces conducimos con sueño, durante muchas horas, con prisas... El
recuerdo de mi paisano Nino Bravo y de Cecilia está en la mente de todos
los aficionados a la música. Los mínimos percances sufridos por mí se
han debido siempre al nerviosismo de chóferes profesionales. No me gusta
mucho tener que andar a toda velocidad por las calles de San Juan o de
Denver, precedido por una escolta de motoristas, mientras me siguen como
a un criminal algunos automóviles de fans enfebrecidas. No me gusta
deslizarme por puertas secretas, saltar en los ascensores con gorilas al
lado, renunciar a desplazarme por los vestíbulos o bares de los hoteles,
mantenerme encerrado en mi suite, andar por la calle rodeado de gente
que me acosa y de gente que intenta defenderme... No me gusta pero debo
hacerlo con demasiada frecuencia si quiero mantener mi integridad
física. Es ésa la más pesada carga de la popularidad.
Evidentemente, me siento muy feliz cuando, sobre el escenario, recibo
muestras de afecto en forma de flores, de gritos, de besos. Me gustaría
que todo eso desapareciera cuando voy por la calle. Pero sé que es
imposible. Resulta ciertamente halagador, como me ocurrió la primavera
pasada, que uno vaya paseando por las calles de Oviedo, por ejemplo, y
la gente se asome a las ventanas y empiece a aplaudir, un poco como si
pasara por allí la Cabalgada de los Reyes Magos. Que se acerque una
muchacha a pedir una fotografía o un autógrafo o un beso. Que señoras de
cierta edad le hagan a uno educadas y respetuosas preguntas sobre las
informaciones últimas a las que han tenido acceso. ¡Ah, si todo fuera
así! Desgraciadamente, la mayor parte de las veces parece uno destinado
a ser objeto de empujones, tirones, patadas, agarrones, golpes, abrazos
desmañados, mordiscos...
No sabría valorar el vestuario que me ha quedado hecho añicos por las
buscadoras de reliquias... Por todo el cuerpo tengo señales de arañazos,
dentelladas y heridas más serias. En San José, California, una
admiradora intentó arrancarme una cadena que llevaba al cuello, bastante
sólida, y me hizo una herida muy respetable, cuya sangre me cubrió todo
el pecho. En no recuerdo qué ciudad de México otra estuvo a punto de
ahogarme por querer llevarse mi bufanda : tuve que defenderme con una
contundente bofetada cuando ya me faltaba la respiración. El número de
relojes y pulseras que me han desaparecido es innumerable y mis
antebrazos parecen un cuadro abstracto de huellas de uñas y dientes,
como mis tobillos. En Monterrey, algún loco o alguna loca lanzó con
fuerza un cubito de hielo de buen tamaño que fue a dar en la sien de
Andrea Bronston y la chica cayó redonda al suelo, desmayada, y tardó
tanto en volver en sí que paramos el concierto y temimos lo peor. Uno
comprende los arranques de amor de las admiradoras, pero piensa que
deberían reservarlos para lugares más íntimos y apacibles. Sin embargo,
después de tantos años sé que es irremediable esa costumbre. He tenido
que acostumbrarme a llevar un servicio de seguridad propio, a entrar y
salir de los teatros entre policías, a viajar por las calles con escolta
de motoristas rugientes, lo que produce una sensación muy rara (me
refiero a las tres Américas, donde esto es normal) ; acostumbrarme a
defender difícilmente mi intimidad, sin resultar a veces grosero ante
una presión excesiva ; tener en casa a dobermans amaestrados para el
ataque... En fin, no es esto lo que uno buscaba cuando quería ser
cantante, pero es lo que la vida ha dado, qué le vamos a hacer.
Y a todo ello habría que añadir anécdotas más graves. Amenazas debomba
como las de Santo Domingo. Y una precipitación fuga de Colombia a Panamá
después de haberme negado a actuar para un conocido mafioso de la
cocaína. Estos tipos, con inimaginables palacios en medio de la jungla,
con ejército propio y hasta cinco pistas privadas de aterrizaje (son las
que tenía aquel fan mío), suelen intentar que los famosos actúen en sus
dominios. Pagan -u ofrecen pagar- cifras astronómicas y sin pasarlas
por los filtros del Fisco. Algunas cantantes muy populares que conozco
han sido violadas en tales lugares. A mí me invitaron un vez de forma
bastante imperiosa y no tuve más remedio que salir por pies anulando
todos los conciertos en el país. Normalmente, no son canciones lo que
esas gentes buscan. O quizá sí, pero tampoco son maneras...
De igual modo, no querían arte unos mafiosos de Nueva Jersey que
montaron un tiberio de mucho respeto. Por su cuenta y riesgo alquilaron
un pabellón deportivo, anunciaron que yo iría a cantar y vendieron no sé
cuántos miles de entradas. Unas horas antes aparecieron dos de ellos en
el hotel y me presentaron la papeleta. Podía ser yo el causante de un
altercado público gigantesco si no aparecía. Me negué. Aquello podía ser
el final de mi carrera en Estados Unidos. Me negué. Uno de ellos sacó
una pistola. Acepté inmediatamente. Pero cuando cruzábamos el hall del
hotel ocurrió el habitual asalto de los grupos de fans que a veces se
pasan allí días y noches enteros esperando que uno aparezca. Fue la
primera vez que me lancé al corro que formaban con todo mi entusiasmo.
Me dejé besar, abrazar, achuchar... Y rápidamente emprendí una carrera y
me metí detrás del mostrador de recepción pidiendo ayuda. Los mafiosos
desaparecieron y supe al día siguiente por los periódicos que los había
detenido la Policía por estafa.
Son acontecimientos graves o menudos que podría multiplicar si
continuara en mi memoria. Imagino que a otras personas menos conocidas
también les suceden cosas semejantes, aunque por otros motivos. Tal vez
no tengan demasiada importancia. La sustancia está en otro lado.