Graham Green estaba en Buenos Aires dando conferencias y concediendo
entrevistas radiofónicas en torno a un libro que se había publicado allí
hacía dos o tres años (realmente, y en nuestra jerga, estaba haciendo
promoción de la novela). Yo había leído unos días antes los Viajes con
mi tía, y cuando me presentaron en un cóctel al novelista inglés,
altísimo, rubio, con la piel deslavada y una gran amabilidad en el
semblante, le dije que podría ofrecerle algunas historias personales
sobre mis viajes con mi madre. Naturalmente, la señora Joaquina es el
polo opuesto de la Tía Augusta, bebedora, desenvuelta y excéntrica. No
obstante, encontraba yo algún paralelismo ente las aventuras del Henry
de la novela y las mías propias.
Las mías con mi madre, con mi padre o en solitario. Un cantante que vaya
por la vida con los ojos abiertos podría conseguir, desde luego, un
excelente relato de viajes a poco que supiera escribirlo. Quizá porque
es tan evidente no solemos figurar, sin embargo, entre los grandes
viajeros. Pero no creo que el más atareado ministro de asuntos
exteriores de cualquier país haya viajado en un año tanto como yo, sin
ir más lejos. No sé cuántas veces, desde 1971, he cruzado el Atlántico.
Hay muy pocas ciudades importantes del continente americano, excepto de
Canadá y Cuba, que no conozca. Guayaquil y Houston, Monterrey y Caracas,
Miami y Valparaíso, Bogotá y Chicago... Prácticamente cada año realizo
una o dos giras por América. A esos viajes casi regulares, durante los
cuales apenas me quedo nunca más de una semana en un solo lugar, hay que
añadir otras actuaciones accidentales, es decir, fuera de las giras que
duran dos o tres meses. Conciertos en Ginebra, en Tokyo, en Amsterdam,
en Francia... Y luego las presentaciones regulares por toda España, no
sólo los circuitos veraniegos que suelen durar un par de meses y lo
llevan a uno, de un día a otro, de La Coruña a Mallorca, de Gerona a
Valdepeñas, de Valencia a Huelva. Viajes a los que hay que añadir los
que se realizan para grabar, para promoción o por simple placer,
escasísimos y escogidos viajes de vacaciones a la isla de Mykonos, a la
de Yerba en Túnez, a Goa, a Copenhague, a las Galápagos... Las compañías
aéreas todavía no tienen tarifas especiales para tipos como nosotros.
A mi madre nunca le ha dado miedo viajar. Ella sola, a sus años,
emprende con frecuencia el camino desde Alcoy en transportes públicos.
Viene siempre cargada con las cosas que me gustan a mí y a mis amigos.
Para Fernando Arbex, mi vecino paredaño en Torrelodones y buen amigo
desde los tiempos heroicos, carga siempre unos cuantos trozos de
sobrasada que el compositor considera superior a la mallorquina. A mí me
trae productos de huerta, especias, elementos para la paella y una
especie de pasta ácima que venden en la provincia de Albacete y con la
que se prepara una de mis comidas preferidas : el gazpacho manchego, que
nada tiene que ver con el andaluz. Mientras los pasajeros de los
autobuses de línea descansan en el bar de carretera, ella corre al
colmado para comprarme esa especie de raviolis vacíos que se preparan
con sofrito de cebolla, tomate y ajo y carne de conejo o pollo. Y un
toque de una hierba que en valenciano llamamos pebrella.
Cuando la saqué por vez primera de España no se sorprendió lo más
mínimo. Era la primera vez que dejaba España, la primera vez que montaba
en avión, la primera vez que se encontraba entre gente de una lengua
extraña. No se asustó, no se acobardó. Le parecía la cosa más natural
del mundo pasear por Piccadilly, ella que apenas conocía una ciudad de
provincia.
Aquella primera vez, después de haberle enseñado lo más esencial de la
capital británica la dejé por la tarde en el hotel mientras yo iba a
trabajar a los estudios. Estuve nervioso e intranquilo, preocupado por
lo que ella pudiera hacer sola en su habitación, sin posibilidad de
entenderse con alguien. Apenas hube concluido corrí a su lado.
-Ya es muy tarde, mamá, pero vamos a ver si nos dan algo de cenar. Aquí
ya sabes que cenan muy temprano. Pero nos subirán algo- le dije.
-¿Cenar? Yo no tengo hambre.
-¿Cómo no vas a tener hambre? Si no has comido nada desde las doce...
-Es que yo ya he cenado, Camilo- respondió ella.
-¿Que ya has cenado? ¿Y cómo te las has arreglado para pedir la cena, si
no hablas inglés? O quizás había algún camarero que hablaba español...
-No, no... Además, en este hotel todo es muy caro. Yo he cenado con mi
cena, que me la traje de casa.
-¿De Alcoy?
-De Alcoy, claro. ¿Donde está mi casa?
Se levantó del sillón, fue hacia su maleta, la abrió y sacó un paquete
de tamaño respetable. Al desenvolverlo, aparecieron trozos de queso,
jamón, longaniza, bacalao, chorizo, un panecillo y una pequeña fiambrera
en la que quedaban algunas tajadas de conejo en salsa. ¡Lo había traído
desde Alcoy y no me había dicho una palabra! Yo no sabía si echarme a
reír o a llorar. Por suerte, los aduaneros de Heathrow no habían sido
muy exigentes en sus controles. No quiero pensar lo que hubiera ocurrido
si descubren un suculento guiso de conejo de monte dentro de una lujosa
maleta de piel, y rodeados todos de fotógrafos que habían ido a
recibirme. Pero aquella previsión un poco atávica se había demostrado
útil. En otros tiempos a ningún campesino español se lo ocurría salir de
viaje sin llevar en su cesto de mimbre o en su fardelillo provisiones
para varios días. " Uno sabe cuándo sale, pero no cuándo va a llegar". A
mi madre no le daba ninguna vergüenza sentarse en su suite de Londres a
comer su propia comida, sin problemas de idiomas y de cocinas extrañas.
De modo que aproveché su previsión y ya de paso me puse a cenar a su
lado, sin ocuparme de la nutrida carta del hotel.
Mi madre me ha enseñado que la patria de uno es la comida, cuando se
encuentra lejos. Por eso viaja siempre con algún alimento familiar. De
tal modo me ha inculcado ese hábito que una de mis inquietudes, al cabo
de algún tiempo fuera de casa, es encontrar comida española. Casi
siempre se consigue y, si no, se cocina sobre la marcha. Es posible
comer una paella aceptable en la Casa de España en Puerto Rico, a las
dos de la madrugada, después de un concierto, con los músicos y los
amigos más cercanos ; es fácil en Nueva York reservar mesa en el comedor
de algún gallego, de algún murciano, de algún vasco, de algún catalán
con negocios bien asentados en la Gran Manzana, en la capital del mundo.
Y cuando no resultaba posible, no me ha importado a mí hacerlo. En
algunos grandes hoteles de medio mundo debe de estar todavía arrinconado
el aroma de mis guisos. En uno de ellos llegué a tener problemas.
Llevábamos quince días en Los Ángeles, después de haber actuado en buen
número de ciudades norteamericanas, y de repente me apeteció comer
cocido. Realizamos algunas investigaciones telefónicas con total fracaso
: en ninguna parte de Los Ángeles era posible comer cocido... para la
cena. Pero de tanto hablar del cocido, aquello se convirtió en una
cuestión de vital importancia para todo el grupo, como si implicara un
regreso automático a nuestra casa. Así que era preciso cenar cocido.
Nos distribuimos una lista de ingredientes y unos cuantos salimos a la
ciudad a buscarlos. Al cabo de dos horas lo teníamos todo, y de la mejor
calidad : garbanzos, chorizo, morcilla, fideos, tocino, repollo, huesos
de caña, gallina, una punta de jamón... Por suerte para nosotros en
ciertos barrios de Los Ángeles vive una numerosa población de lo que
llaman de origen latino, mexicanos sobre todo, y disponen, al igual que
chinos, italianos, armenios, etc..., de tiendas étnicas en las que se
venden todo tipo de artículos. Pedí en el hotel un infiernillo y dos
cacerolas y me puse a cocinar al condumio.
Tardé más de tres horas en tenerlo listo. Y a la mitad del tiempo
apareció un detective del hotel con la nariz en ristre anunciándonos que
se habían presentado numerosas protestas por olores en nuestra planta ;
al abrir la habitación, casi se desmaya el buen hombre. Para un
americano alimentado de hamburguesas asépticas, de helados sin aroma, de
verduras precocinadas en agua oxigenada, los olores de un cocido
verdadero debía de resultar espantoso. Si yo no hubiese sido Camilos
Sesto (y el director de un grupo de unas cuarenta personas que ocupaban
media planta y pagaban abultadas facturas), me hubieran puesto de
patitas en la calle. Además, era cliente asiduo y conocido en el hotel
Beverly Wishire. El detective nos pidió que al menos abriéramos las
ventanas de la suite. Él se encargaría más tarde de pedir que colocaran
desodorantes por todo el corredor ya a ambos lados de las puertas.
Cuando estuvo todo listo y la mesa puesta por las camareras, llamamos al
hombre de seguridad y le hicimos probar nuestra comida. Quedó
entusiasmado, sobre todo con "el relleno", las albóndigas hechas con el
tocino mezclado con huevo, pan rallado, ajo y perejil, fritas primero y
luego cocidas un momentito en el caldo del cocido. Le gustó tanto que
nos ofreció una posibilidad maravillosa : que preparáramos nuestras
propias comidas en las cocinas del hotel cuando nos apeteciera, y
contando además con la ayuda de los pinches, mexicanos muchos de ellos.
Con lo que ganó clientes seguros para el hotel, ya que siempre que viajo
a Los Ángeles me albergo allí. Ahora ya los cocineros han aprendido a
cocinar las comidas que de vez en cuando necesitamos.
En realidad, la de cocinero es una de mis vocaciones frustradas,
demasiado tarde descubierta. Uno de la placeres más grandes en esas
largas y pesadísimas giras, mío y de la gente que me acompaña, consiste
justamente en esperar la madrugada comiendo y bebiendo. Curiosamente,
después del agotador trabajo de un concierto en el que adelgazo varios
quilos, no me encuentro cansado, sino eufórico y relajado, sin sueño.
Les ocurre lo mismo a los músicos. Mi ayudante Jesús Líbano es un
experto en encontrar tiendas abiertas a cualquier hora de la noche y en
cualquier ciudad. Como conoce y participa de esos vicios, aparece
siempre cargado de paquetes con las comidas y bebidas que más nos
gustan. Ocupo yo el lugar del camarero, detrás de la barra de la suite,
y los músicos, los técnicos, administradores, secretarias, toda esa
troupe numerosa que toma parte en una gira de importancia, troupe a
veces cercana al medio centenar de personas, se sientan al otro lado.
Los que llegan tarde y sin sueño ocupan sillones, camas y moquetas y se
las arreglan a su aire. Yo voy sirviendo a cada uno, bocatas,
aperitivos, bebidas y vamos comentado el concierto, qué salió bien y qué
no también ; nos liamos a contar chistes, a contarnos las noticias que
nos han llegado de España por teléfono o por las cartas familiares,
cantamos. Todo mientras acabamos con el botellamen y la comida y yo
siempre en el papel de camarero. Son esos quizá los momentos mejores de
los durísimos viajes, la mejor cura de nuestras nostalgias y nuestras
lejanías.
Alguna vez me han aconsejado que me quede a vivir en Los Ángeles,
capital mundial de la música, o en Miami. Sin embargo, a mí no me han
destetado de España, todavía no me han cortado el cordón umbilical que
me une a España. Antes tendría que llover hacia arriba para que yo me
desarraigara de España, aun cuando eso perjudique o ralentice mi
carrera. Es más : ni siquiera puedo imaginar la posibilidad de haber
nacido en otro sitio que no sea España. Y lo noto muy especialmente
cuando estoy fuera. Esa furia por conseguir las comidas de mi patria,
por saber cada día lo que está ocurriendo es una demostración de un
sentimiento que no me gustaría perder jamás.
Una vez intenté, sin embargo, quedarme un tiempo largo en Los Ángeles.
Lo hice sobre todo para perfeccionar mi inglés y porque tenía entonces
una relación muy íntima con una muchacha que vivía allí, Deniss Brown,
la Raquel Welch de Santa Mónica, Deniss, hermosísima y cercana siempre.
Fueron ciertamente días maravillosos, meses espléndidos. Mi amigo
Harold, un tenista negro excepcional, me incitó en este deporte con
clases interminables. Pude presenciar espectáculos de primer orden y
conocer a los grandes pioneros de la música. Durante tres años
consecutivos pasé temporadas largas en Los Ángeles.
La última vez, en agosto de 1982, me llevé a mi madre. Aquel verano no
pude actuar, tan hundido estaba por la muerte de mi padre. Y la señora
Joaquina se aclimató a Los Ángeles con una maestría insuperable.
Paseábamos mucho, íbamos aquí y allá. No había manera de convencerla de
que comiera una sola hamburguesa, ni siquiera de que me acompañara a uno
de los múltiples restaurantes mexicanos que hay en la ciudad y sus
alrededores. Mi madre se pasaba los días preguntándome qué le iba a
poner para la comida, para la cena. Cocinaba yo casi todos los días.
Y uno de aquellos días tuvimos un invitado muy especial. Estaba yo
tentado a comprarme una casa maravillosa que estaba al final de la
calle, la última, en las colinas entre Hollywood y Beverly. En la casa
de al lado figuraba que vivía un tal John Calloy, aunque todo el mundo
sabía que se trataba de Frank Sinatra. La quería comprar no para vivir
siempre en ella, sino porque había estado habitada por Catherine
Hepburn, por John Travolta y, sobre todo, por Paul McCartney, mi ídolo
de toda la vida. Estaba en venta y me organizaron una entrevista con el
inquilino que la habitaba. Después de quedar por teléfono, aceptó mi
invitación a cenar. Mi madre quedó muy sorprendida al verlo, lo miró de
los pies a la cabeza, dio unos pasos atrás para contemplarlo mejor :
-¿Pero no es éste ese boxeador de las películas?
Era Sylvester Stallone, desde luego. Hacia sólo unos días que había
cumplido teinta y seis años, los mismos que iba a cumplir yo. Resultó
ser un tipo fantástico, tan grande de corazón como de cuerpo :
simpático, afectuoso, cordial. Había aceptado la invitación con tal que
le sirviera comida auténticamente española. Decidí, por lo tanto,
servirle tres platos de la especialidad de los Blanes. De primero, una
crema fría de pepinos que me había enseñado Chelo. De segundo... será
mejor que dé la receta completa :
La materia básica son pimientos rojos, bien carnosos, uno o dos por
comensal, y no demasiado grandes. En la sartén, y con aceite de oliva,
se prepara un refrito con cebolla, ajo, perejil, tomate y guisantes
frescos ; cuando todo está casi hecho, se le agrega carne magra de cerdo
picada muy fina, del tamaño de granos de arroz. Una vez bien frita la
mezcla, se añade a la sartén arroz, azafrán, con generosidad, cúrcuma,
sal y una pizca de pimienta. Se rehoga bien todo. Aparte se cortan los
pimientos cerca del tallo, se sacan las semillas y se rellenan luego con
la mezcla dispuesta. Se les tapa con el trozo cortado y se envuelven
cuidadosamente en papel de estaño. En una olla a presión colocamos una
rejilla, un plato o cualquier otro artilugio que impida que los
pimientos toquen el fondo. Se vierte un poco de agua, procurando que no
sobrepase el nivel de la rejilla. Encima se sitúan cuidadosamente los
pimientos y se cierra bien la olla. Una vez alcanzado el grado máximo de
presión, se baja el fuego y se dejan hacer al vapor durante una hora
justa. En una cacerola normal tardan unas tres horas, pero hay que estar
atentos a que no falte vapor, por lo que resulta más cómoda la olla a
presión. Es importante la medida del tiempo para que el arroz quede en
su punto y pueda absorver los jugos del pimiento.
De postre ofrecí a Stallone flan de huevo, poco cargado de azúcar. A los
norteamericanos suele encantarles este dulce. Y, como bebida, rioja
joven un poco fresco. La cena obtuvo tanto éxito que todavía ahora, de
tarde en tarde, me llama Sylvester desde los sitios más inverosímiles
para preguntarme si voy a cantar donde él trabaja para que le invite a
cenar. Mantenemos desde entonces una amistad excelente, aunque
finalmente decidí no comprar la casa. Tal vez me hubiera atado demasiado
a Los Ángeles, la ciudad americana que más me gusta.
A mi madre le cayó mejor aquel actor que los punkies que había visto en
King's Road y de los que había dicho cosas terribles. Incluso la agitada
ciudad de Los Ángeles le pareció mejor que Roma :
-¿No te parece que aquí está todo viejo y roto, Eliseo?- le preguntaba a
mi padre tirándole del brazo.
En México en cambio se divirtió mucho, aunque "la gente hablaba de una
forma muy rara". Incluso me acompañó, después de una agotadora jornada
en el impresionante Museo Etnológico, a visitar a León Felipe,
inmortalizado en estatua en el bosque de Chapultepec. Siempre lamenté no
haber podido conocer al poeta exiliado, que murió en 1968, y tuve que
contentarme de acudir al Ateneo Español y a algunos bares en los que
Felipe desgranó su sabiduría, su furia y su poesía. El hombre que en sus
escritos cantaba "no para hacer dormir a nadie" -como a tantos nos
gustaría y pretendemos- ha sido siempre uno de mis poetas más
frecuentados. Guardo como un exvoto el texto aquel en que explica por
qué los españoles hablamos tan alto, las razones por las que levantamos
tanto la voz. El español "habla desde el nivel exacto del hombre porque
tres veces en la Historia ha necesitado levantar su voz : cuando gritó
"¡Tierra, tierra!", frente a las costas americanas ; cuando "el
estrafalario fantasma de la Mancha" gritó "¡Justicia, justicia,
justicia!" y, por fin, cuando "desde la colina de Madrid", en 1936,
gritó "¡Que viene el lobo, que viene el lobo!"....
En México he estado tantas veces y tanto tiempo que es un poco como mi
segunda casa. En México he visto cómo sobornaban a los conserjes del
hotel en que actuaba, y con sobornos de hasta cien mil pesetas, para que
les dieran la mesa de la primera fila desplazando a quien la tenía ya
ocupada para verme trabajar. En México, donde un general se presentó en
mi camerino y me ofreció una vez un crucifijo de diamantes que había
recibido de su madre y tuve que aceptarlo porque me amenazó con ser
arrastrado por los soldados que le acompañaban... Ese general cuyo
nombre prefiero omitir, hoy está inactivo, supermillonario, sigue
presentándose en mi camerino siempre que actúo y sigue regalándome
flores, bombones, un reloj y amenaza con meterme preso si no lo acepto.
En México donde una vez tuve que actuar en una de las mansiones del
general Durazo, entonces jefe de policía de la capital federal y buscado
por los jueces, alias El Negro. Tenía una veintena de mansiones en
México, Canadá y Estados Unidos y ahora lo acusan de haberse llevado del
país no sé cuántos miles de millones. En el libro Lo negro del "negro"
Durazo, que compré en mayo pasado, encontré increíbles historias de este
curioso ciudadano. Yo actué en una discoteca que había construido para
su hijo en una de sus casas, tan inaccesible que había que llegar en
helicóptero. Era una réplica exacta de la más famosa discoteca del mundo
por entonces, la "Studio 54" de Nueva York. La casa tenía además casino,
caballerizas, baños de vapor, lagos artificiales, carreteras privadas,
campos deportivos... Un desmadre para marear a cualquiera. Parece que
con la elección del nuevo presidente ha sido incautada por la alcaldía
de la capital, lo mismo que otra en la playa de Zihuatanejo que los
mexicanos llamaban El Partenón, porque era una réplica del templo
ateniense...
En México... ¿Cuántas extrañas historias no me han pasado en México? Es
el país más vital, más insólito, más divertido, más desquiciado, más
apasionante. Únicamente me he negado a actuar en los palenques, donde se
celebran las peleas de gallos, aunque pagan a los cantantes sumas
fabulosas, porque allí el artista es sólo una disculpa legal para las
apuestas ; nadie escucha y con alguna frecuencia el festejo termina a
tiros o, al menos, a golpes. Sin embargo, he hecho por el país giras
nutridas como las españolas, y casi tan frecuentes. Tengo en el país
miles de amigos, algunos de mis discos se han vendido en mayor número
que en España incluso, allí he encontrado a la madre de mi hijo, Lourdes
Ornellas. Y mi hijo Camilo es mexicano. ¿Qué más podría añadir?
Mi madre, aún con sus años, siempre me pregunta si estoy preparando un
viaje "tranquilo" a México, es decir, un viaje para actuar solamente en
la capital o en un par de sitios. Quiere venir conmigo porque no ha
podido olvidar el amor que le ofrecía todo el mundo en aquella tierra,
el mismo que me entregan siempre a mí. Ni teme a la altura, ni a la
"cólera de Moctezuma". Si yo me como con más gusto un chile que un
pastel, un chile que parece tener encerrado en su interior todo el fuego
del infierno, no se arredra ella ante los platos del país. Esa
admiración que siente le ha sido premiada convirtiéndola en abuela de un
pequeño mexicano, aunque es rubio, pálido de piel y con ojos azules como
su padre, un vástago perfecto de los Blanes.
Tanto ella como mi padre me han acompañado en muchos viajes, a muchos
países. Para ellos era un regalo verme actuar ante públicos tan
diversos. Y también una inyección de vida y de entusiasmo. Sin
posibilidades de haber hecho turismo en sus mejores años, mi madre sobre
todo, porque ha vivido más, está aprovechando maravillosamente su
tiempo. Y contempla esos mundos extraños con una ingenuidad, un interés
y una pasión enternecedoras.