Un hombre con menos voluntad o con menos paciencia hubiera regresado al
regazo de su madre, al cálido y largo amor familiar. Sin embargo,
acababa de ocurrir en alguna parte el estallido que la música de los
jóvenes había venido presagiando. Quizás soy el único ciudadano español
que no estuvo en París en el mes de mayo del 68, a juzgar por lo que he
podido leer más tarde, y no obstante en alguna esquina de mi corazón
participaba de aquella rebeldía contra todo. La Década Prodigiosa no
había sido para mí, como para tantos otros jóvenes, más que una larga
lucha por imponer mis gustos, mi modo de vida, mi creencia en una
sociedad más dinámica y más libre, con menos prejuicios y menos
coacciones. Nadie hubiera podido imaginar ciertamente que en la España
que apuraba las ideas de su victoria de treinta años antes, "los
melenudos" , "los hippies" nos lanzáramos a la calle para exigir
nuestros derechos a la imaginación, a la voz. Nuestros gritos no se
enfrentaban a los grises ni se armaban nuestras manos con adoquines del
Saint-Michel; nuestros gritos se oían en "Los Boys" y en "El Parnaso",
en la intrincada intimidad de nuestras baratas casas de alquiler. Si
nuestra conciencia nueva no calaba en la sociedad en que vivíamos,
germinaba y progresaba dentro de nosotros como en un cortocircuito
peligroso y útil. Quizás por eso -por no poder lanzar al exterior
nuestra palabra-; quizás por no poder traducir las intuiciones a
pensamientos era más dura nuestra situación. Como si viviéramos
borrachos de nosotros mismos. Como si solo nosotros estuviéramos en el
mundo.
Al lado de Zosca, aburrido junto a mis discos de préstamo, recopilando
como loco dinero para mi comandante de la Unidad de Servicios, leyendo
libros de Historia y novelas a mi amigo Edo, de Mas de las Matas, a
cambio de su amistad y de que pelara patatas por mí, escapando a los
clubes de Almería o una noche de fin de año a Torremolinos (para cantar
de nuevo Sombrero, ay mi sombrero y el Achilipú, y la Conga, como si
nada hubiera sucedido), escaqueándome del fusil y de las marchas
nocturnas, cantando entre dientes mis primeras canciones..., allí en
Viator, tuve al menos tiempo para pensar en mí mismo, diseñar un destino
posible, enfrentarme de veras a una vida de la cual solo conocía su
rostro más feliz o más frívolo. Supe que lo que estaba ocurriendo a mi
alrededor tenía un significado: las barricadas de París, la ninfomanía
de Laura, las huidas de Katmandú, el rock-and-roll, la paranoia de
Jacqueline, la enloquecida búsqueda de Lali, la ternura de Cristina, las
primeras drogas que nunca quise probar, la agitación indescriptible de
centenares de músicos que fundaban y destruían grupos prometedores, los
clubes ruidosos y animados que finalmente solo admitían la borrachera de
la ginebra adulterada, el sexo como agarradero último, como liberación
suprema.
Estaba empezando a comprender.
Y tenía clara, de momento, una cuestión. Se acabaron para mí los grupos.
Me convertía en cantante solista, costara lo que costase. Relegaba mis
intentos de ser uno de Los Beatles para intentar convertirme en Camilo.
Es decir, tomaría el camino por otro de sus orígenes y veríamos lo que
pasaba.
En los primeros meses el camino estaba formado por dos líneas de
autobuses: la 14, desde el Paseo de la habana, donde vivía con Rosetta,
hasta Cibeles. Y allí la línea 51, hasta La Elipa. Desde las nueve de la
mañana estaba abierto el sótano de "Marcos y Molduras Caballero" y no
cerraba hasta entrada la noche. Me encerraba allí con otra gente como yo
y pintaba sin descanso; por primera vez en mi vida intentaba ahorrar un
poco de dinero, ahorro de tres días para tener libres otros cinco o seis
y buscarme un puesto como cantante solista.
Después de la mili, todavía estuve viviendo con Laura Casale unos ocho
meses. Fueron los más dramáticos. Las peleas, siempre por celos de ella,
eran constantes. Todas las puertas estaban cerradas. Vislumbré un rayo
de esperanza una noche que fui al cine con Laura y me encontré a Junior.
El cine era el gran pasatiempo nuestro en aquellas noches vacías. A
veces, por la mañana, yo acudía a la Hemeroteca o a la Biblioteca
Nacional a leer, en busca no sabía muy bien de qué. Quería aprender
tantas cosas que desconocía...Y me ahorraba las escenas e inquietudes
con mi compañera. Si no pintaba, la lectura y el cine eran mis mejores
ocupaciones.
-¿Qué haces, Camilo?- me preguntó Junior.
-Trabajando en lo nuestro. Y a ver si alguna puerta se me abre.
-Yo estoy montando una productora. ¿Quieres grabar conmigo?
Me pareció que de pronto me ofrecían el cielo. Junior acababa de
separarse de Juan Pardo y estaba trabajando para fundar una productora
discográfica; creo que también deseaba convertirse en empresario de
artistas. Todos los viejos amigos y compañeros podían contar con su
ayuda.
Confiando en aquel proyecto, todas las tardes después de la comida me
pasaba por su casa. Solo estaba en ella Dolores, la doméstica, que me
servía una copa de coñac y me daba los discos para que me fuera
entreteniendo. Al cabo de dos o tres horas aparecía Junior, que tenía
mucha actividad con su nuevo negocio. Luego, más tarde, su mujer Marieta
(Rocío Dúrcal) y Mario, un primo de Junior. Y alguien más que se habían
encontrado por el camino. Me saludaban de pasada y casi inmediatamente
se ponían a bailar rock-and.roll o los discos de moda.
-¿No bailas, Camilo?
-Es que yo he venido a trabajar en la producción.-Bueno, no tengas
prisa, vamos a divertirnos un poco.
-¿Y cuándo grabaremos? -insistía yo.
-Un día de éstos, no te preocupes.
Yo me lo estaba tomando muy en serio. Había compuesto varias canciones,
las perfeccionaba continuamente, con la esperanza de que en cualquier
momento me llamara Junior para acudir a los estudios. Pero una tarde y
otra tarde ocurría siempre lo mismo: bailes y pérdidas de tiempo
mientras yo con la copa de coñac en la mano, esperaba. Y cada noche
volvía a casa sin haber conseguido nada.
Y en casa me encontraba a Laura Casale, que empezaba a gritarme pensando
que pasaba las tardes divirtiéndome como un golfo, persiguiendo a las
chicas. Se ponía histérica, lloraba, decía que yo no la quería y ella
estaba muriéndose por mí...aquello era terrible, espantoso.
Una de las noches regresé de ver a Junior más deprimido que nunca. Sus
proyectos no cuajaban y no parecía cercano el día de la grabación.
Deseaba que Laura me consolara, me animara un poco, pero ella no estaba
en casa. Entonces sentí unas ganas terribles de dormir, de dormir miles
de horas seguidas para curarme de aquella tristeza. Me tomé seis
pastillas de Medomina que Laura guardaba en su botiquín y me quedé
inconsciente en un sofá. No tenía ningún deseo de suicidarme, ningún
deseo de morir; solo ansiaba un sueño profundo y largo. Laura salía
aquella noche de viaje y cuando llegó a recoger su equipaje y a
despedirse de mí me encontró inconsciente, llamaron a un médico que
vivía en el edificio y me hicieron tragar cuarenta y nueve tazas de
café. Con la ayuda de la gente que la acompañaba me arrastraron hasta el
cuarto de baño y consiguieron que vomitara el veneno. Si me hubieran
dejado solo, probablemente mi sueño habría sido demasiado largo y no
podría contarlo ahora. ¡Qué inconsciente estupidez la mía!.
Nadie tenía culpa de aquello, ni yo mismo. Pero comprendí que no podía
continuar viviendo de aquel modo y de momento decidí separarme de Laura.
Me fui solo al cine diciéndome que a la salida tomaría una decisión.
Después fui a cenar convencido de que después de la cena tendría claro a
dónde deseaba ir. A continuación me metí en "Jota Jota" seguro de que al
final sabría en dónde meterme...Allí encontré a Rosetta, que se
encontraba en una situación semejante y me ofreció una pequeña
habitación con cama en la casa en que vivía.
La primera euforia de aquel cambio logró mantenerme a flote. Abandoné
las visitas a la casa de Junior, en vista de que se quedaban en eso, en
visitas: realmente ¿qué quería de mí?; volví a la pintura, a los libros
y a la música. Sería cantante o, al menos, compositor. Con una guitarra,
a la que le faltaba una cuerda, que Rosetta tenía, pasaba largas horas
en su casa ideando sonidos y poniéndole letras, luchando contra mis
restos de acento valenciano, especialmente la durísima ele. Hasta que de
nuevo aquel buen amigo Manolito Varela vino a decirme que Juan Pardo
comenzaba a trabajar como productor, y que parecía demostrar mayor
interés por mí que su antiguo colega Junior. En seguida quedamos de
acuerdo en que yo sería uno de sus artistas, en medio de muchos otros.
Esta vez decidí no desesperarme. Algún día llegaría mi hora.
Y como, después de todo, era un trabajador del show bussiness, estaba
metido de hoz y coz en el mundillo musical de Madrid, aprovechaba
cualquier oportunidad para trabajar y para aprender. Como era un pupilo
de Pardo, aunque "inédito", me llamaban continuamente para ayudarle en
sus producciones, sobre todo hacer los coros de las gentes a la que iba
grabando. En aquellos meses de finales del 69 y hasta el otoño de 1970
puse mi voz en una cantidad enorme de grabaciones: Marisol, Luis Gardey,
Mochi, Andrés Do Barro, Peret, el propio Pardo...ayudaba en los coros a
la mitad de los cantantes de España.
Naturalmente no me pagaban un duro por ello. Yo era gente de Pardo y
cuando había que echarle una mano se la echaba. Tenía esperanza de que
en algún momento me tocara a mí ser el solista. Por otra parte, iba
familiarizándome con los estudios y los sistemas de grabación, iba
aprendiendo. De vez en cuando preguntaba:
-¿Cuándo, Juan?
-No te impacientes muchacho. No te impacientes.
Yo tenía ya 24 años.
Pensaba que alguna vez llegaría mi momento. Pensaba que tal vez las
cosas eran así, así para todo el mundo; que había que ser paciente. Yo
nunca había actuado como solista ni grabado un disco y creía que las
cosas funcionaban de aquella manera, a base de preguntar lo mismo:
¿Cuándo? ¿Cuándo?
Por lo menos, Juan Pardo iba abriéndose camino como productor. Yo tenía
paciencia y era muy tímido. No me atrevía a exigir. Alguna vez me
llamaría.
Y me llamó para salvarle de una emergencia. Necesitaba urgentemente
algunas canciones inéditas.
Para otros. La cantante Cristina me grabó dos temas: Vamos al circo y La
voz de un niño. Garbey me grabó Mi buen amor. Federico Cabo, que se
hacía popular con una versión del Love Story me grabó Llegará el verano.
Alguna vez me tocaría grabar a mí; tenía ya listas unas veinte
canciones. Y ni siquiera pasaba por mi mente la idea de volverme a
Alcoy, o de entrar a sueldo con Caballero, o al menos pedir dinero por
aquellos trabajos, coros y composiciones, que a nadie de le ocurría
pagarme. Aunque todos sabían que las estaba pasando putas.
Yo le preguntaba a Rosetta:
-¿Tú crees que yo sirvo para algo más que para lo que te dije?
-¡Sí! Para eso ¡sí! Y para lo demás, el que más. Cuando te oigan se
enterarán.
Seguía viendo ocasionalmente a Laura, que siempre fue buena amiga. Y
como su carrera empezaba a declinar, atascada en mil conflictos, me
llamaba para pedirme ayuda.
"Camilo, que se me ha perdido el batería, ¿vienes tú?" "Camilo, que se
me ha ido a la mili el guitarra rítmica, ¿puedes acompañarme?" "Que me
falta un bajo..." De pronto me encontraba en una furgoneta camino a
Llodio, en Vizcaya, y al lado de mi amigo Jaime Torregrosa, el que yo
había llamado de Alcoy para los nuevos Botines. Durante el viaje, Laura
nos cantaba en la furgoneta su repertorio y Jaime y yo nos lo
aprendíamos.
-No te preocupes, laura, te sacaremos del atolladero.
Trabajé con ella de batería, de guitarra...Incluso de gogó. Tenía dos
chicas que actuaban como go-go girls mientras ella cantaba y una le
faltó por algún motivo. Me llamó y me fui a bailar durante un recital al
lado de la otra. Era en el verano de 1970. A los pocos días, me llama la
go-go superviviente, que tenía un tema propio. Había firmado un contrato
para una cesión de baile junto a su compañera en un pueblo de Toledo y
la compañera, no tan compañera, no aparecía.
-Camilo, voy a perder mil quinientas pesetas y, además; la bronca. ¿Por
qué no vienes conmigo? Te daré la parte de ella.
El chofer del ayuntamiento se quedó de piedra cuando, al recogernos, vio
que una de las gogós era yo.
-Bueno, bueno, no sé lo que dirá el señor alcalde. Ustedes monten.
Fue una aventura maravillosa. El espectáculo se ofrecía en el bar del
pueblo. En un altillo al lado de la barra habían puesto dos cajas de
"Coca Cola" y un tocadiscos sobre el mostrador. Un pequeño circulo como
pista y varias hileras de sillas para los espectadores. Estaba allí todo
el pueblo. Los hombres, con garrota y boina. Las mujeres, con pañuelos
negros. Los jóvenes, con sus trajes de los domingos. Como no tenían
disjockey propio, tuve que ocuparme yo de ese cometido. Ponía en aquel
cacharro los discos que me gustaban a mí y corría a encaramarme a mi
caja de refrescos para bailar al tiempo que mi compañera. Los viejos nos
miraban como a marcianos. Y no es de extrañar. Yo llevaba el pelo
larguísimo; me hice una raya al medio y me coloqué una cinta de cuero
alrededor. Camisa negra, pantalón rojo, un cinturón de flecos colgando
por todos lados, zapatos verdes...Estaba muy moreno y bailaba como un
endemoniado. La chica vestía más o menos igual, salvo que enseñaba
muslo. La gente de aquel pueblo estaba tan entusiasmada y sorprendida
que ni se atrevía a salir a bailar. Solo nos miraban, nos miraban,
mientras yo iba poniendo discos.
Al final de la fiesta rifaban una cabra. Como propina por nuestro
trabajo nos regalaron a la chica y a mí diez números cada uno. Y me tocó
la cabra. Yo quería meterme dentro de la caja de "Coca Cola" y
desaparecer. ¿Qué hacía yo con una cabra? Intenté rechazarla, regalarla
a los huérfanos del pueblo, al cura...No hobo manera. Me había tocado a
mí y todos estaban muy contentos de que así fuera, porque me la merecía,
y tenía que llevármela a casa. Cobramos las mil quinientas pesetas cada
uno, nos dieron un bocadillo y nos metieron en el coche para devolvernos
a Madrid. Con la cabra. La gogó que me había metido en aquel follón no
dejaba de reírse y el chofer no sabía por qué. Yo pensaba que si me
presentaba en la casa de Rosetta a las cuatro de la mañana con aquel
vestuario y con la cabra, podía llamar a los loqueros. ¿Qué podía hacer
yo?.
-Oiga, ¿le importaría parar un momentito? La cabra y yo queremos orinar.
Estábamos ya entrando en Madrid. Bajé del coche con la cabra, le di un
empujón y el inocente animal, después de unos pasos, se quedó mirando
con tristeza cómo volvía al coche sin él.
-Se me ha escapado, la muy zorra.
-Vaya mala suerte, hombre. Se lo diré al señor alcalde a ver si pueden
darle otra -respondió muy serio el chofer.
Eso me pasaba por mi manía de intentar ayudar a todo el mundo. Porque si
yo no estaba recibiendo muchos apoyos efectivos, la verdad sea dicha,
nunca he tenido inconvenientes en echar una mano al que la necesitaba.
No me gusta cubrirme de flores, y por ello no insistiré en la cuestión,
pero mucha gente podría dar testimonio de ese interés por los demás.
Cuando estaba en la miseria y cuando he alcanzado el éxito. "Nadie tiene
derecho a ser feliz él solo", decía Alberto Camus y yo he procurado
compartir siempre mis raciones de felicidad, grandes o pequeñas. Incluso
cargando con una cabra por no desairar a mis anfitriones.
Para mi suerte, durante aquellos difíciles tiempos contaba con Rosetta,
cuyo inmenso sentido del humor me permitía mantenerme como en el aceite
sobre aquellas aguas oscuras y agitada. Fue una relación tranquila
comparada con la de Laura, aunque cualquier persona normal la
calificaría también de tempestuosa. Por fortuna para los dos, resultó
breve: tan solo ocho meses. Breve en la convivencia bajo el mismo techo,
porque nunca hemos dejado de ser íntimos amigos, tan íntimos que es
probablemente ella la primera que leerá estas páginas antes de darlas a
la imprenta, si finalmente me decido a hacerlo. Unida a mí para toda la
vida, porque es una mujer bondadosa, bella, simpática, alegre, vital,
imprescindible. La he querido y la quiero tanto como ella a mí.
Pero cuando vivíamos juntos en su casa solo tenía un defecto, común
también a Laura Casale y a otras tantas otras con las que he vivido:
estaba empeñada en casarse, quería que nos casáramos.
-Mira Camilo, la gente se está poniendo mosca. Mi madre, cuando llama,
dice que por qué estás aquí tanto tiempo (la madre sabía que estaba
siempre). Los amigos comentan (y las revistas, y las emisoras de radio:
lo sabía todo el mundo). ¿No crees que ya es hora de que tú, y yo,
nosotros, quiero decir...?
pero mi aversión al matrimonio es uno de los asuntos que he tenido más
claros desde muy pronto. Así que no. Y para no hacerla esperar
inútilmente, para no hacerla sufrir, decidí irme de su casa.
Estaba con nosotros Federico Cabo cuando intenté convencerla de que
debíamos despedirnos como dos personas civilizadas.
-¿Ah, sí?. ¿Y cuándo te vas, si puede saberse?
-Pues el lunes, un día de éstos...
-¡Nada de un día de éstos! ¡Te largas ahora mismo!
Rosetta cogió mi maleta y empezó a llenarla con mis ropas, furiosa. De
pronto desaparece a otra habitación, está allí tres minutos y regresa
llorando y pidiendo que no me vaya.
Una escena parecida a la que me había enseñado la Casale.
Aquello duró una eternidad: gritando ella, intentando yo que razonara,
hablándole de seres adultos y civilizados, lo mismo que una película
francesa...
Al final pedí a Federico que me acompañara. Bajamos juntos mi equipaje y
me metí en su coche, un Mini rojo precioso que acababa de comprarse.
Pero Rosetta nos siguió, subió a su "Seiscientos" y comenzó a
perseguirnos por Madrid. En los semáforos golpeaba con fuerza el coche
de Federico y lo iba llenando de abolladuras. Le pedí que acelerase, que
se metiera por direcciones prohibidas, que se saltase los semáforos en
rojo...Rosetta siempre detrás, golpeándonos cada vez más fuerte. Al fin,
antes de que el pobre Federico se echara a llorar ante aquella tragedia,
me bajé delante de una boca de Metro, dejando las maletas en el coche.
¿Sirvió aquello para detener a Rosetta? Intentó seguirme dentro de su
coche, hasta que se quedó atascado en las escaleras. Yo monté en un
vagón y así logré acabar aquel idilio. Unos días más tarde escribiría
para ella una canción. La estrené en un concierto en Castellón, meses
más tarde. Quise invitarla a que la oyera, pero sin que la conociese
previamente. Sabía yo que mi marcha le había dolido mucho e intenté con
aquellos versos darle ánimos: ¿No te das cuenta que no estás sola? Me
tienes contigo , Rosetta. Ya no eres niña, la gente te adora. No llores,
sonríe Rosetta...Poema de amor, así te encontré Rosetta, Rosetta...
Al oírla desde la primera fila, lloraba como una tonta: entendía bien mi
mensaje de amor y aliento. Entendía que seguiríamos siendo amigos,
aunque no viviéramos en la misma casa.