No pude resignarme a quedarme solo. Yo había acudido a Madrid para
trabajar en la música, pasase lo que pasase. A falta de Botines, llamé a
Alcoy a unos cuantos chavales que actuaban por allí con el nombre de Los
Tigres y los rebauticé en la capital como Botines, con el permiso de
Paco Candelas, que tenía registrado el nombre. Todos Los Dayson habían
regresado, los numerosos Botines originales y sucesores andaban perdidos
o en otros grupos. El nuevo grupo se llamaba Camilo y Los Botines, con
Jaime Torregrosa, el batería Javier Romeu, el saxo Llorca, Rafael en el
piano. Empezamos a hacer lo que en aquella época se llamaba "música soul",
en realidad las mismas canciones de Los Beatles con diferente
instrumentación. Yo continuaba empeñado en asentarme en un grupo, ser el
vocalista de un grupo, aunque todos los intentos fueran fracasando uno
tras otro. Durante casi dos años, hasta el mismo día que tuve que
incorporarme al servicio militar, estos nuevos Botines fueron trabajando
lo mejor que pudieron...
Al principio, vivíamos casi todos en la casa de Laura, arracimados en
las habitaciones hasta que el dinero permitó buscar mejor acomodo a
todos (el mío era excelente, desde luego). Como ellos andaban bastante
despistados y a mí me conocía mucha gente en Madrid, tuve que ser el
líder del grupo, el mánager, el administrador y la madre superiora.
Había que trabajar como fuera y funcionábamos, como siempre, por un
sistema de cooperativa. Repartíamos por igual gastos y beneficios,
aunque fuese yo el encargado de firmar los contratos.
En la espera, actuamos mucho. Radio, televisión, giras incluso por
varias ciudades españolas. Fue entonces cuando coincidí con el dúo Juan
y Junior y comenzó una amistad que luego sería muy importante en mi
profesión, sobre todo la de Juan Pardo. Ellos eran las estrellas y
nosotros los teloneros en muchas actuaciones conjuntas, sobre todo en
Andalucía. Pesadísimos viajes en furgoneta y en tren, siempre de un lado
a otro, hoteles de media estrella, comidas apresuradas y malas, dinero
escaso y a veces nulo, inquieto por los continuos celos de Laura, sin
saber lo que me esperaba a la vuelta, sin dormir, sin poder plantearme
seriamente el futuro...
Ni siquiera me atrevía a componer. Estaba metido de lleno en un vértigo
con una remota esperanza : que durante el servicio militar se me
aclarasen las ideas. Ya conocía todo el mundillo musical de Madrid,
podía llamar a cualquier puerta, pero Los Botines parecían condenados al
modesto y eterno puesto de teloneros. Si escaseaba el trabajo, me iba al
sótano que Caballero tenía en La Elipa y dedicaba una jornada entera a
pintar ; con el dinero ganado teníamos todo el grupo para comer unos
cuantos días.
A los veintiún años me encontraba más desconcertado e inseguro que a los
dieciséis. Probablemente en aquellos tres años que llevaba en Madrid
había intentado abarcar más de lo que podía apretar, había aprendido más
de lo que podía asimilar. No supe sin duda gobernar a los muchachos de
Alcoy (aunque gracias a mi llamada varios de ellos ocupan hoy puestos
importantes en el show business) y conseguir un grupo coherente. Tal vez
ni lo intenté seriamente. Me ocupé, eso sí, de acumular trabajo, de
organizar nuestra promoción ; actuamos mucho durante casi dos años, pero
quedó muy poco de todo ello. Quizá la obsesión por Laura Casale, sus
cuidados excesivos, los conflictos de aquella relación puedan explicarme
ahora tantos meses malgastados.
Y en el otoño de 1968 tuve que incorporarme al Ejército en el campamento
de Viator, en Almería. Era la mejor manera de librarme del desconcierto.
Pero no voy a caer en la vulgaridad de "contar la mili", esa ocupación
tan querida de muchos hombres que sólo tuvieron esos meses como momentos
apasionantes de su vida. En el fondo, mi casa seguía estando en Madrid,
en el barrio de la Estrella, al lado de Laura Casale, aquel amor
terrible, amor lleno de todo, pero ¿valía la pena amar sufriendo tanto?
En cualquier caso también allí continuó iluminándome mi buena estrella,
aparentemente eclipsada durante algún tiempo. En el sorteo de destinos
difinitivos me correspondió ir a África, aquella tragedia que tantos han
sufrido. Pero ya era bastante conocido en el campamento. Se me acercó un
compañero :
-Oye, Camilo, ¿quieres librarte de ir a África?
-¿Cómo se consigue?
El comandante de la Unidad de Servicios, cuyo nombre prefiero no anotar
aquí, tenía organizado un curioso negocio. Por una cuota de quince mil
pesetas, que se pagaban a aquel intermediario, conseguía que los
destinados a África permanecieran el resto de la mili en el campamento
de Viator. Naturalmente, pagué en el acto, como muchos otros.
Una vez conseguido ese privilegio, los demás resultaron sencillos de
obtener. Hice como mía una perra llamada Zosca a quien su propietario,
un capitán, adoraba. La perra comía lo que yo comía. Era un pastor
alemán muy bien entrenado y no nos separábamos. Con la perra al lado,
nadie se atrevía a tocarme. Una vez incluso la achuché contra un brigada
que era un hijo de la grandísima y la detuve antes de que le saltara al
cuello. Cuando, ante su pregunta, le dije que era propiedad del capitán,
se la envainó muy finamente. En otra ocasión, formados ya para una
marcha nocturna, se colocó a mi lado y se negó rotundamente a marcharse
si no me iba con ella, con lo que me libraba de marchas, guardias y
otras actividades poco gratas. Si me faltaba la perra, llegaba incluso a
desmayarme en plena formación para ahorrarme los servicios más penosos.
Mi palidez habitual favorecía la representación.
Naturalmente, los oficiales más jóvenes me conocían ya como cantante y
aprovechaban bien mi tocadiscos y mi colección de discos de moda,
continuamente renovada por Laura, para sus fiestas particulares. Las
veces en que cedí a la vieja tentación de escaparme del encierro, como
en los mejores tiempos de los salesianos, un sobre decentemente lleno
entregado al intermediario del Comandante me libraba del castigo o me
hurtaba de él. Un mes de calabazo se redujo a un día con ese mensaje al
jefe de la Unidad de Servicios, aquel militar deshonesto. Las cosas
funcionaban así y hubiera sido estúpido negarlas o rechazarlas.
Entre mis amigos de milicia tuve un gran compañero aragonés, Edo, que se
hacía cargo de mis servicios ineludibles a cambio de que por la noche,
de una litera a otra, le leyera libros de Historia que le apasionaban.
Entre él, el comandante comprado y muchos otros amigos, mi servicio
militar fue cómodo y dichoso ; aunque siempre, ayer, hoy y mañana
seguiré pensando qué ganaba el país con mi presencia allí, y yo como
persona en la vida, ya que nunca he sido amigo de las armas y siempre he
buscado la libertad para no estar bajo las órdenes de nadie. Si a lo que
no aceptas alguien llama rebeldía, yo he nacido rebelde.
Decían : "Castigado y corte de pelo al cero". Mi solución : compraba y
llevaba una peluca. Decían : "calabazo e incomunicado de los demás". Mi
solución : ternura en algunas palabras escritas en papel a alguien que,
aunque no me quisiera, me sacaba de allí porque significaba un negocio
para él.
Y, finalmente, tres meses antes del tiempo fijado me dejaron irme a
casa. El comandante aseguró que me enviaría directamente la Cartilla
Militar. Sólo tenía la obligación de acercarme por su casa cada dos o
tres semanas y llevar una cajita de bombones o unas flores para su
mujer, siempre con el sobrecito del dinero metido en los paquetes.
Aunque un campamento de reclutas como el de Sotomayor en Almería era uno
de los lugares más duros para un soldado sin vocación, logré al menos no
sentirme allí muy desgraciado. A solas mientras los demás cumplían su
instrucción, meditaba sobre mi verdadero oficio. Yo tenía que seguir
marcando la voz, de un modo u otro, aunque fuera necesario esperar otros
diez años. No estaba dispuesto a aceptar ningún fracaso. Nadie ni nada
podría frenarme. En realidad, pese a mi juventud, llevaba ya demasiados
años en el oficio como para abandonarlo ante tan grandes y numerosas
dificultades. Volví a Madrid dispuesto a comenzar de nuevo.