No nos causaba desánimo e inquietud el hecho de que Los Dayson fueran un
grupo más de los veinte mil que intentaban circular por España, ni
siquiera el que no tuviéramos la apetecida oportunidad de presentarnos
en el Circo Price. Sobre todo porque empezábamos ya a dominar el
panorama, es decir, a hacernos un hueco en nuestro territorio. La lucha
con Los Cinco Joes era la muerte. Si exteriormente se manifestaba en el
número de niñas que cada grupo arrastraba a la Glorieta o a las bodas y
banquetes, en el mecanismo íntimo y secreto de cada uno la batalla tenía
otras reglas. Lo importante era saber interpretar las canciones más
nuevas, más llamativas, a ser posible en inglés; saber vestirse con
mayor personalidad; poseer los instrumentos mejores (guitarras y
baterías); recibir más saludos en los paseos de la calle de San Lorenzo.
Nuestro equipo técnico se iba incrementando a medida que ganábamos
dinero. No nos quejábamos en ese sentido. Si los grandes divos del Price
cobraban tres mil quinientas pesetas por sus actuaciones, el que a
nosotros nos pagaran la mitad era todo un éxito. Y como seguíamos
trabajando al margen de la música, no necesitábamos aquel dinero para
vivir: lo dedicábamos todo al equipo, a pagar a Masanet -que también nos
servía portes a plazos- y a buscar la ropa adecuada.
Remigio y Camilo seguíamos siendo el corazón de Los Dayson. Los demás
miembros eran un poco aleatorios. A veces buscábamos refuerzos,
intercambiábamos a alguno de los componentes, aunque los dos Jesuses y
José Luis eran siempre los socios fijos. Solo aparecía algún otro cuando
ellos fallaban.
Y, por si acaso, nos fuimos al fotógrafo mas elegante y caro de Alcoy
para hacernos un retrato de grupo, con varios cientos de copias para
regalar a nuestras primeras fans.
Por fin me había casado yo con mi segunda novia y era una boda ruidosa,
brillante y espléndida. En seguida me di cuenta de lo difícil que es
mantener una bigamia digna y efectiva.
La música me robaba mucho tiempo de mis trabajos pictóricos; los tenía
limitados a lo justo para que Cerdá no se enfadara y para que mi madre
recibiese mensualmente una cantidad al menos similar al que le entregaba
mi padre. Era casi una cuestión de orgullo. A pesar del aspecto
enfermizo que tengo, por la palidez de mi piel, gastaba más energía que
nunca. En realidad, me sobraba, como ahora mismo. En los escenarios era
siempre el de delante y brincaba, bailaba, me contorsionaba como un
atleta, sin dejar de cantar a todo gas. Debo reconocer ahora, cuando
tanto he aprendido, que no lo hacíamos nada mal. Yo cantaba con mucho
entusiasmo, sobre todo las canciones de Los Beatles, y las dos voces de
acompañamiento, también magníficas, lograban un conjunto casi perfecto;
si con los instrumentos estábamos todavía un poco verdes, la parte vocal
de las canciones que interpretábamos -siempre ajenas- resultaba
excelente.
No lo estábamos logrando sin esfuerzo.
De momento, habíamos alquilado una nave en mal estado y muy próxima al
taller de mi padre. El acondicionamiento consistió en una limpieza a
fondo -siempre he sido muy meticuloso con la limpieza de mi entorno- y
en un tapizado general de todas las paredes; pero no con corcho o algún
elemento que favoreciese la acústica, sino con carteles de Los Beatles.
Solíamos leer juntos las revistas Discóbolo y Mundo Joven. Por alguna de
ellas conocí la noticia del suicidio de Marilyn Monroe, en el verano del
62. fue un choque terrible, más por el suicidio en sí que por la
desaparición de la propia estrella. Aquella palabra pecaminosa y
nefasta, mencionada como con miedo en las informaciones, me provocaba
intranquilidad y espanto. Alguna tarde Los Dayson y sus seguidores más
cercanos habíamos silbado de admiración en los cines de Alcoy ante sus
contoneos y sus canciones; soñar con pasar un rato a su lado era una
inimaginable estupidez; y mucho más a los dieciséis años, pero la
privación de ella no resultaba tolerable. ¿Por qué una mujer tan
esplendorosa elegía la muerte?. Era eso lo que no podíamos comprender.
En la adolescencia, la muerte es siempre un visitante extraño y brumoso;
no se le presta importancia; no se le reconoce, no existe. Buscarlo como
ella hizo sobrepasaba mi capacidad de raciocinio. Como, por otra parte,
seguíamos teniéndola tan cerca de nosotros, en la pantalla, no podíamos
hacernos la idea de su desaparición: no era más que un cuento de los
periódicos. Muchas gentes de mi edad han hablado luego del terrible
trauma de aquel suicidio del 62, de un hundimiento del mundo a su
alrededor. Ni para mí ni para mis amigos significó tanto. Solo
incomprensión y sorpresa. Unos diez años mas tarde, cuando yo estuve a
punto de seguir su camino a causa de una depresión semejante, aunque sin
duda menos motivada, entendí lo que encerraba aquella patética palabra:
suicidio...pero se trata de una historia que contaré a su tiempo, si no
me arrepiento antes.
Hablaba de lo que significó aquella muerte para los muchachos de mi
generación, por lo menos según relataron más tarde. Marilyn no era el
ídolo soñado de Los Dayson; al lado de Los Beatles, significaba poco más
que una mujer atractiva y apetitosa a la que jamás podríamos acercarnos.
Por lo demás, desde que empezaron a gustarme las mujeres de la pantalla
cinematográfica, nunca tanto como las de la realidad, dicho sea de paso,
preferí siempre a Brigitte Bardot. ¿Debo pedir que me perdonen por
ello?.
Lo que sí nos impresionó vivamente fue la otra muerte escandalosa, la
que ocurrió en el año siguiente. Precisamente de un hombre tan
relacionado con ella. El asesinato de Kennedy fue de verdad un golpe
bajo entre nosotros. Tal vez porque fuese católico, porque fuera joven,
por esa aureola mágica que lo rodeaba, el hecho es que en mi casa
lloramos al saber la noticia. En cierto sentido, Kennedy representaba
para los muchachos de entonces la victoria en la lucha que estábamos
llevando a cabo. Nadie se planteaba abiertamente si sabía bailar el
twist o si le gustaban las canciones de Los Beatles; se daba supuesto.
Imaginábamos que aquel hombre era uno de nosotros, que nos estaba
ayudando a triunfar desde los más bajos escalones, que no se
escandalizaba con nuestras cabriolas en los escenarios y nuestras ropas,
que nos aplaudía desde lejos, que estaba empeñado en cambiar el mundo
entero para reconstruirlo a nuestra medida...Al perderlo, perdíamos de
verdad una parte de nosotros mismos, a un amigo poderoso y cercano, a
nuestro portavoz, a nuestro defensor principal. No se trataba de un
apoyo a una determinada política, no se trataba de ideología. Solo
sentimientos, o sentimentalismo, o sentimentalidad...
Teníamos prevista aquel fin de semana una actuación. El día 22 de
noviembre era jueves o viernes. Se habían vendido ya entradas para un
festival benéfico en una nave de las afueras de Alcoy.
-No deberíamos actuar- dije yo-. Deberíamos hacer luto.
-Pero se enfadarán las chicas.
-A ellas también les gustaba Kennedy. Yo creo que no va a importarles.
Yo había oído la noticia el día anterior por la radio, en mi casa, y de
pronto me había quedado sin fuerzas. No podía cantar en nuestra leonera,
en donde preparábamos algunas canciones nuevas.
Cuando se lo planteamos a los organizadores, les pareció bien nuestra
decisión. No solo admitieron nuestra ausencia, sino que incluso
suspendieron todo el festival. La desaparición de nuestro desconocido
amigo era más dura que la de Marilyn. Y si Los Dayson habían decidido
guardar luto, hasta Los Cinco Joes lo aceptaban.
Porque ya entonces, en 1963, éramos los ídolos de Alcoy.
Seguíamos sin cobrar un duro, comprando los instrumentos a plazos, pero
todo el mundo nos adoraba. Creo que hasta los guardias, a pesar de los
escándalos públicos que solían organizarse a nuestro alrededor.
Estábamos llegando a la cumbre. Y, como siempre suela ocurrir en España,
aquella llegada hubo que producirse no en nuestra tierra, donde éramos
reconocidos profetas, sin embargo, sino "en el extranjero". Jamás Los
Dayson habían tenido ni tuvieron luego una gloria tan grande. Fue
nuestra primera actuación pública.
No recuerdo quién pensó en nosotros. Llegó un buen día un delegado
"extranjero", de Onteniente, para ofrecernos participar en un festival
que se estaba organizando en un teatro llamado "El Patronato". Se estaba
reuniendo a los mejores grupos de la región. "El extranjero", en
realidad, dista unos treinta kilómetros de Alcoy y es un pueblo parecido
al nuestro. Por lo demás, era también un poco mi segunda patria. Allí
vivía parte de mi familia, tíos, primos, y mis padres me habían contado
sus viajes en burro para visitarlos, antes de la guerra. Yo mismo había
ido muchas veces, ya en el coche de mi padre, y conocía a mucha gente.
Pasaba largas temporadas en verano, tenía amigos, conocía a todo el
mundo y me conocían a mí. No obstante, Onteniente no era Alcoy. Que
llamaran a Los Dayson era un verdadero éxito.
Especialmente porque íbamos a actuar en un teatro, un verdadero teatro.
Nada de sesiones de baile para niñas, nada de raspas y congas para los
mayores, nada de Sombrero, ay mi sombrero..., música a petición del
respetable público, nada de eso. Se trataba de un verdadero concierto, y
en competencia con otros nuevos grupos de allí. Incluso se pensaba que
acudiría el mismísimo Bruno Lomas.
Ni siquiera me importó madrugar. Todavía era de noche cuando Masanet
apareció con su vehículo, nervioso y eufórico.
Cargamos los adminículos, nos acomodamos en el interior de la furgoneta
y emprendimos viaje. Íbamos Remigio, José Luis, Jesús, guitarra rítmica,
y un nuevo batería que se había prestado a echarnos una mano; y yo,
naturalmente. El nuevo batería era otro amigo del alma, Juan Iborra.
Ahora es profesor de percusión en el Conservatorio de Madrid y está
considerado como el mejor percusionista de Europa. Entonces ya era muy
bueno, aunque debía de contentarse con instrumentos de segunda
categoría.
A media mañana subimos al escenario. Iborra golpeaba una caja y un plato
-era toda nuestra disponibilidad en cuanto a batería- pero de pié, y
bailando también el prodigioso ritmo del twist. Remigio, José Luis y yo
llevábamos una guitarra cada uno: ellos tres hacían a la vez las voces
de acompañamiento y yo la de solista. Llevaba pantalón y pullóver negros
y un cuello postizo negro que me había confeccionado para la ocasión,
sobre una camisa blanca.
Abajo, una algarabía impresionante. Creo que todos los jóvenes de
Onteniente habían acudido al Patronato. Y gente mayor también.
Ciertamente, allí estaban todos mis primos con sus novias, novios,
amigos, compañeros; los primos de mis primos, mis tíos...Cuando Remigio
logró poner en marcha los sistemas electrónicos de su guitarra y sonaron
las primeras notas, la muchedumbre de las butacas empezó a gritar desde
sus asientos:
-¡Ca-mi-lo! ¡Ca-mi-lo! ¡Ca-mi-lo!
Eran varios centenares de gargantas aclamándome, la mayor parte de ellas
de chicas jóvenes.
-Bueno ¿y nosotros? -preguntó sonriendo Remigio.
-¡Remigio, Camilo, Remigio, Camilo!
-Chico, ¿qué les das? -me dijo adelantándose al borde del escenario.
Iborra punteaba entusiasmado los gritos los gritos en su caja, sin dejar
de moverse.
Se nos habían asignado un par de canciones, apenas diez minutos de
actuación. Cantamos cinco durante más de veinte minutos. Era preciso
aplacar los aplausos, los silbidos, los gritos antes de comenzar cada
una de las canciones. Los chavales empezaron a situarse en los pasillos
o sobre las butacas y a bailar entre ellos, al mismo ritmo que nosotros.
El jadeo era formidable. Si yo hubiera estado ya acostumbrado a aquel
acoso de las fans si no hubiera conocido tantas veces antes aquel
entusiasmo cálido y desmesurado, me habría desmayado allí mismo. Pero
las niñas habían empezado ya a asistir a las misas de los salesianos a
escucharme, me esperaban tímidas en la puerta de la iglesia; chillaban,
se desmelenaban como estaba ocurriendo ahora. Era, pues, como un baño
familiar, como un aire conocido. Y me sentía dentro de él.
Con solo barro nos formó, en su creación perfecta...Ése fue nuestro
primer número, un tema del mexicano Enrique Guzmán que Bruno Lomas había
hecho popular. Como él no apareció, lo utilizamos nosotros. Después,
María Amparo, me gustas tú, con tu suéter y tus blue-jeans; vámonos
juntos a bailar...No había por entonces muchos blues-jeans y las chicas
decentes tampoco se enfundaban jerseys particularmente llamativos, pero
todo el mundo sentía lo que la canción explicaba. Luego Rezaré por ti,
porque en tu corazón..., una obra estupenda de Celentano. Y el Twist and
shout como remate. El representador del festejo matinal no conseguía
hacerse oír:
-¡Por favor, por favor, muchachos! Habéis acabado de escuchar a Camilo y
su voz microfónica acompañado por Los Dayson. Volveremos a invitarle, lo
prometo, lo prometo...
-¡Ca-mi-lo! ¡Ca-mi-lo!
Abandonamos el escenario, porque ya venían otros empujando. Cuando
salimos a la calle, solo nos esperaba media docena de seguidores; los
otros continuaban disfrutando del espectáculo. Una tía mía se me lanzó
al cuello llorando de emoción, como si se hubiere encontrado con el
Papa. Tuve que despedirme de mis compañeros para acompañarla a casa a
comer. Los otros Dayson se las arreglaron en los bares de Onteniente,
con Masanet y los otros músicos que habían intervenido en el Patronato.
Y en casa de mi tía firmé mis primeros autógrafos. Mis primos me
trajeron las octavillas que anunciaban el festival y en varias de ellas
estampé mi nombre. Camilo y su voz microfónica, con Los Dayson acababan
de conquistar la fama, la posteridad, la gloria. Por lo menos, en
Onteniente.