Fuimos llegando en trupe a la mesa, pero la mesa, pronto se quedó
pequeña y hubo que traer otras dos más. Formábamos una legión. Era el
primer año que veraneábamos realmente, mi padre había decidido tirar la
casa por la ventana: cerró el taller y nos llevó a todos a Altea, junto
al mar. Debía ser el año 1960, cuando ya las playas españolas empezaban
a llenarse de multitudes de toda Europa. Ese hecho empujaba también a
los españoles a disfrutar de los paisajes de la propia patria: hasta
entonces, solo los más potentados aprovechaban el descanso anual para
salir de casa, quizás solo aquellos que descansaban más que trabajaban .
Los trabajadores como mi padre ni siquiera se tomaban vacaciones.
Aquella fue la primera vez. Yo había acabado con éxito y muchos sudores
mi riválida, mis hermanos mayores tenían sus vidas prácticamente
organizadas, todo iba sobre ruedas.
Y mi padre había mostrado una vez más su generosidad y había invitado
también a algunos primos míos. En realidad, el apartamento que alquiló
para quince días parecía un atiborrado hotel familiar. Había colchones
por el suelo y era preciso cada noche retirar mesas y sillas para hacer
hueco a los cuerpos. Cada uno hacía su vida y nadie paraba durante el
día dentro de la casa: solo de madrugada íbamos llegando y buscábamos un
hueco en alguna habitación para descansar un rato. Allí estaban también
Chelo y su marido, con uno o dos de sus hijos pequeños. Y Eliseo con su
mujer. Y algún hijo de mi tío el Andaluz...
La diversión no tenía límites. Personalmente, andaba yo bastante
inquieto persiguiendo a María Ángeles, una niña de Alcoy de la que
estaba enamoradísimo. Habíamos sido medio novios durante unos meses y
aquel verano habíamos roto las relaciones sin romperlas del todo.
¿Seguíamos juntos o no?. De todas maneras, a mí me gustaba aquella
muchacha, risueña y simpática como nadie. En el contraste sin duda
encontrábamos la fuente de nuestro pequeño amor, tan difícil, tan
incompleto, tan dulce. Alguien me había dicho que también María Ángeles
veraneaba en Altea, y yo no terminaba de decidirme. ¿La buscaba o me
hacía el desentendido? ¿Intentaba volver o daba por definitivamente rota
nuestra relación?
Mas importante que ella era mi familia y con mi familia había acudido
aquella noche a la terraza Casablanca. El camarero repartió gaseosas,
vermut para los mayores, refrescos para los medianos. En un estradillo,
al fondo de la terraza, una orquestina de los años cuarenta -el saxo con
bigote de la posguerra, el batería calvo, el trompeta pequeñito y
delgado, el vocalista gordo y grasiento- amenizaba la reunión. Ruido de
voces, niños correteando por la pista de baile, entrechocar de botellas,
la deliciosa algarabía de la gente levantina que se siente feliz y
dispuesta a divertirse comunitariamente. De pronto, entre los pitidos de
los altavoces, el vocalista anunció el número fuerte de la noche.
-Y ahora, señoras y señores y señoritas y público en general, ahora
nuestro magnífico concurso de baile, con grandes premios, para los
ganadores. ¿A ver, Paco? ¡Un arpegio para abrir la boca! -el del saxo
lanzaba una sarta de notas y se ponía tan animado como si se creyera
Charlie Parker; no interpretaba Love for sale sino un fragmento de tango-...!Sí,
señor, sí, señores, magnífico! ¡La primera sección de nuestro estupendo
concurso será el tango! ¡Grandes premios para los vencedores! ¡Adelante!
¡Todo el mundo a la pista, los abueletes también! ¡Animo! ¡Rosendo con
ustedes, a mandar!.
-¿Te animas, Joaquina?- preguntó mi padre.
-¡Pues claro!. Vamos a enseñar a bailar a estos críos!
Y Eliseo Blanes, y cariñosamente para los amigos Súa, apretó fuerte la
cintura de la señora Joaquina y juntos salieron a bailar La Cumparsita.
Hacían inverosímiles filigranas, mi madre se inclinaba como un junco a
pesar de sus años y mi padre hacía el papel de profesor de tango de su
juventud. Naturalmente, ganaron el primer premio. Sonaron aplausos y
gritos y los dos regresaron felices a la mesa. El vocalista Rosendo
pidió un poco de silencio y dijo:
-Una estupenda botella de champán, auténtico de San Sadurní para los
ganadores. En aquella mesa -añadió mirando a un camarero- ¡Y otro
aplauso! Y continuamos nuestro concurso, con permiso de los señores
clientes. ¡El...charlestón!
Mis padres estaban radiantes. Mientras abrían la botella de champán, mi
padre miró con picardía a su mujer:
-No tenemos bastante para tanta gente...¿Te atreves con el charlestón?.
Y sin dudarlo un segundo volvieron a la pista. Los contrincantes
empezaron dejándoles el centro del círculo, con un espacio libre para
que todo el mundo los viera bien. ¿Cómo podía mi madre, con cincuenta
años, moverse de aquella manera?.
-¡Señoras y señores, señoras y señores! -gritó el vocalista. Ni la
mismísima vedette Miss Dolly, la gibraltareña, lo habría hecho tan bien
como nuestra concursante. ¡Y su acompañante podría superar el mismísimo
Carlos Sandrini, sí, señores! ¡Esa es la pareja ganadora, un aplauso
para ellos! ¡Otra botella de auténtico champán fresquito para los
vencedores!.
La nueva Miss Dolly me dio un beso cuando volvió a sentarse entre
nosotros. Estaba mas radiante que nunca. Luego, mi padre intentó
arrastrarla al pasodoble, al fox, pero ella dijo que no había que
abusar.
Hasta que el vocalista anunció el twist.
-¡Reservado para los más jóvenes, solo para los mas jóvenes. No pueden
participar concursantes de mas de ochenta años...!.
Ni Rosendo ni sus colegas eran ciertamente Hank Ballard y sus
Midnighters. En realidad, intentaban darle ritmo de twist, recién
importado, al mismísimo Bello Danubio Azul.
-¡Vamos Camilo, déjanos en buen lugar!.
En una mesa cercana estaba sentada una hermana de María Ángeles. Me
levanté sin dudarlo, le tendí la mano y con ella me situé en la pista,
con toda la chiquillería y la juventud de Casablanca. Nos pusimos a
menear furiosamente el esqueleto, yo estaba bien entrenado y conseguía
casi tocar con el culo en el suelo mientras agitaba las rodillas; la
chica tampoco lo hacía mal. ¡Y ganamos! Nos dieron de premio una botella
de sidra "auténtica asturiana" y nuevamente el camarero se presentó en
nuestra mesa.
-De tal palo, tal astilla- decía mi madre, más feliz con mi triunfo que
con el suyo propio.
Pero intentó que me presentara también al concurso de rock-and-roll.
Cuando hice ademán de salir, siempre con la hermana de maría Ángeles,
los de las mesas vecinas comenzaron a gritar sus protestas. Muchos de
ellos conocían a Súa y decían que aquello no era justo, porque nosotros
éramos profesionales. Para no poner en un serio apuro al gordo Rosendo,
maestro de ceremonias de aquel mogollón, alcé los brazos al cielo como
un torero victorioso y opté por no concursar más. Ya teníamos bastantes
botellas ganadas.
Y en cierto modo, los protestantes tenían su pizca de razón.
Tanto mi padre como mi madre adoraban la música. Los dos cantaban muy
bien. Todavía hoy mi madre, con más de sesenta años, tiene una hermosa
voz, poca pero muy afinada y con frecuencia la encuentro en mi cocina,
guisándome la paella y cantando los temas de mi último disco. El
verdaderamente profesional era mi padre. En su juventud, antes de
casarse, había tenido además de su profesión de electricista, una
academia de baile en Alcoy llamada Suachiar; el nombre venía del apodo
de los dos socios propietarios y profesores. A mi padre, precisamente
porque sudaba al bailar, le conocían por Súa; su compañero se llamaba
Carlos y llevaba como nombre artístico Charles...En las octavillas se
aseguraba que enseñaban a bailar el vals, el uno, el chotis, el pericón
moderno. Debió ser la guerra del año 36 la que terminó con su carrera de
maestros de baile. En todo caso, sus conocimientos de la danza le
permitirían mucho más tarde ganarse un par de botellas de champán
auténtico de San Sadurní, naturalmente...
Fue un gran tipo mi padre...No debió de costarle mucho convencer a mi
madre para llevarla al altar, cuando ella, jovencita, trabajaba en
Papeleras Reunidas creo que en la manipulación de ropas desechadas para
su conversión en pasta. Porque, además, era un hombre guapo, alto y muy
afectuoso.
Yo conservo imborrables recuerdos de aquel afecto, envueltos en el
familiar petardeo de su Iso-moto cuando se iba hacia el taller, bastante
apartado de la casa, y cuando regresaba cansado, pero con fuerzas aún
para sentarme en sus rodillas y pedirme que le diera un beso como a él
le gustaba: besos ligeros en almejilla cubiera ya por la barba, ligeros
y continuos, chuic, chuic, chuic...hasta que me cansaba. Mis hermanos,
mayores ya, se desentendían del asunto o cumplían el deseo paterno con
frialdad y premura. Pero yo era el pequeñín de la casa, el preferido y
también el más zalamero. Me gustaba saberme tan cerca de mi padre y
sentir su fuerte abrazo después de mis besos.
Solo en aquellos últimos años de mi infancia gozaba su vida de un poco
de calma. Había nacido en 1908 y, en consecuencia, había sufrido todos
los avatares y agitaciones de la historia española, trabajando en medio
de una gran pobreza. Cuando pudo comprarse el "Citroen" dos caballos fue
como una fiesta.
No lo quería para pasear, sino para su trabajo, pero era como una señal
de triunfo.
Tuvo que hacer tres veces el servicio militar, como él decía. Primero,
bajo Alfonso XIII; luego, en la zona republicana durante la guerra
civil; después, en la zona nacionalista. No era muy aficionado a
contarme sus aventuras en la guerra pero mi madre suplía ese silencio y
de vez en cuando me relataba batallas, acciones, horrores y
alegrías...Luchas al lado de Negrín, fugas a Francia, batallas en el
lado franquista... Pero nunca fue un hombre apasionado en política ni
rencoroso. Se limitaba a decir, como una meditación evidente que era
ésta -hacia los años sesenta- la época más tranquila de su vida y en
consecuencia la más feliz. Lo que no significaba una toma de posición
política, solo una constatación vital que tantos españoles como él
compartían, incluso al margen de su ideología. Ni siquiera tenía
particular empeño en demostrarnos alguna verdad incontestable: "Tú
tienes que ser como crees que debes ser. Lo importante es portarse bien
con los demás". Esos eran sus consejos. Había pasado miedo en sus luchas
y huidas, había sufrido demasiado, pero el paso del tiempo había ido
curando las heridas y se sentía dichoso con su familia.
Los sábados por la tarde y los domingos le gustaba mucho salir de casa a
dar una vuelta. Casi siempre era yo su compañero.
-Vamos, Joaquina, deja de trabajar en la casa.
-Que tengo mucho que hacer. Espera un poco.
-Vamos a dar una vuelta, mujer.
-Está toda la ropa de los niños sin planchar. No puedo ahora.
-Pues me llevo a Camilo.
Me tomaba la mano, buscaba un taxi y me llevaba a las ferias de los
pueblos vecinos: Cocentaina, Muro, Onteniente, Penáguila...No era tacaño
con su escaso dinero. Me dejaba montar en los tiovivos, tirar con las
carabinas de aire comprimido, hartarme de globos de azúcar y de manzanas
recubiertas de caramelo. Me llevaba regalos y él participaba también en
la diversión. Luego, al anochecer, regresábamos a casa como dos reyes
victoriosos. Nunca los hermanos mayores nos acompañaban en esas
correrías festeras y fue sin duda en ellas donde se estableció entre
nosotros una especial complicidad que no desaparecería nunca.
Hubo tan solo unos años que estuvimos distanciados. Cuando yo decidí
irme a Madrid en busca de fortuna -con la pintura o con la música- no se
sintió muy dichoso, porque pensaba que no iba a conseguirlo. Al mismo
tiempo, mi hermano José empezaba a llenar el salón de casa de títulos de
su carrera de ingeniero. Él se sentía orgulloso de que un hijo suyo
continuase su mismo oficio e incluso le superase. Pero a mí los cables
me daban tanto miedo como las víboras; ni me atrevo a tocarlos. Mi padre
veía que se colmaban sus ilusiones con José; aunque sus estudios le
costaban mucho dinero y mucho sacrificio, los daba por bien empleados.
Yo, en cambio, el preferido, tomaba rumbos difíciles y conflictivos y
ello tuvo que apenarlo.
Sin embargo, ese distanciamiento no duró mucho. Se dio cuenta de que
tampoco yo me había equivocado y se convirtió con mi madre en mi primer
fan. Le gustaba mucho venir a mi casa, preguntarme detalles absurdos
sobre mi oficio, acompañarme a los estudios de grabación, colocarse
detrás del escenario durante las actuaciones, permitiéndose incluso dar
consejos a los iluminadores, a los muchachos de sonido, a los mismos
músicos. Gozaba como un niño en los viajes por el extranjero a los que
le invité.
Y de pronto un día, estando yo en Los Ángeles, me llamaron para decirme
que se encontraba muy enfermo. Ni me paré a hacer las maletas. El médico
había dicho que podía vivir dos semanas, dos meses, dos años, pero yo
tuve, como en tantas otras ocasiones, la corazonada de que aquello era
el fin. Fue no hace mucho, en 1982. en esos últimos años nuestra
dependencia mutua llegó a ser tan fuerte como en mi primera infancia: él
me buscaba y yo le buscaba a él. Aún cuando yo me encontrase muy lejos
de Alcoy, sentía su presencia constante y, bien él o yo, nos llamábamos
por teléfono casi a diario. Tal vez sentía yo que no me quedaba mucho
tiempo para gozar de la proximidad de aquel hombre ejemplar, sereno,
trabajador, honesto. Y a él le ocurría lo mismo.
Cuando vivían en mi casa, mi madre se empeñaba en darle la cena.
-Voy a esperar a que venga Camilo -replicaba él.
-Pero puede tardar dos horas. Ya lo conoces, Eliseo. Él anda con su
trabajo y siempre se acuesta tarde.
-No importa, no tengo hambre. Esperaré para cenar con él.
Y más de una vez nos hemos sentado los dos a cenar en mi cocina a las
cuatro de la mañana, mientras nos contábamos las incidencias del día o
comentábamos la calidad del guiso de la señora Joaquina. Estaba ya en
sus últimos años lleno de enfermedades, pero mantenía el tipo a pesar de
todo. No le gustaban los cuidados ni la compasión de los otros y
procuraba hacer una vida normal. Pero sabía que su tiempo terminaba.
Incluso un día nos llamó para decirnos que había decidido repartir su
herencia. Yo me adelanté:
-No quiero nada, papá. Déjalo estar.
-Tú tendrás tu parte, como los otros.
Me obligó a quedarme con una pequeña casa de campo que poseía cerca de
Alcoy, el máximo orgullo de su vejez, porque le había costado mucho
comprarla. Solo su recuerdo me empujaba en ocasiones a irme a pasar unos
pocos días en ella, pero aunque no me sirva de mucho -tengo demasiadas
cosas para descansar y siempre ningún tiempo libre para hacerlo- no la
vendería por todo el oro del mundo. Es como el talismán de infancia,
como la mano de mi padre, siempre tendida. Una propiedad tan preciosa
como el anillo de bodas de él, que llevo siempre en mi dedo.
-No te inquietes, que es grave, pero no demasiado- me decía mi hermana
por teléfono.
-Voy ahora mismo, ahora mismo.
Ni siquiera me entretuve en preparar equipaje. Los Ángeles-Nueva
York-Madrid, en el primer avión.
Era como si me estuviera esperando. Llegué a Alcoy y pasé a su lado los
últimos seis días de su vida, sin apartarme de la vera de la cama. Una
vez le había preguntado sobre mí un reportero de una revista y él había
respondido: "Mire usted, yo he tenido cuatro hijos, pero como camilo
ninguno; ésa es la verdad". No podía sentir yo hacia él de otra manera.
En esos últimos seis días sentía pudor de que le mudaran de ropa o se
ocuparan de él, no deseaba que nadie lo viera desnudo, ni siquiera el
médico y la enfermera que acudían a casa. Únicamente nos permitía
desvestirle y moverlo en la cama a mi hermana Chelo y a mí.
Pero yo sentía que se acababa el mundo...
Mientras le miraba en su cama recordaba que en los últimos diez años
había recorrido medio mundo, conocía a miles de personas, recibía
halagos y afecto de todas partes, había tenido varias docenas de mujeres
a mi lado, centenares de amigos y compañeros, conocía a mis treinta y
cinco años cien veces más de lo que aquel hombre había podido conocer; y
había sido seguramente más afortunado que él, y gracias a él. No había
tenido miedo, no había padecido privaciones, mi trabajo estuvo siempre
muy bien pagado y a cualquier parte que fuese me rodeaban las
multitudes...Sin embargo, ahora, sin él me sentía solo. Quizás ha sido
la primera vez en mi vida que me sentía realmente solo. Y estaba
dispuesto a perder todo aquello que poseía, mis mujeres, mi dinero, mi
carrera a cambio de que aquel anciano de 73 años me esperase en alguna
parte para cenar conmigo, me pidiera que le pusiera una camisa limpia,
me preguntara por la utilidad de un nuevo artilugio de grabación. Me
miraba fijamente, como recordando tantas horas de dicha juntos, las
excursiones a las ferias, los suaves besos en la mejilla, el concurso de
baile, la lenta e ineluctable progresión de la vida, que hace crecer a
los hijos y va matando a los padres. Y yo veía aquellos ojos y pensaba
solo en cuánto quería a aquel hombre y en la soledad que me entraba en
el corazón como un oleaje repentino. Con él moría la mejor parte de mí
mismo.