La primera lengua que yo aprendí fue el valenciano. Y el primer recuerdo
que conservo recuerdo que conservo pegado a la memoria no es un recuerdo
de vida, sino de muerte. Mi madre, mi mama, el confuso dolor y las ganas
de comer. Eso es todo. Antes de los tres años debieron de ocurrirme
grandes cosas y especialmente he sentido siempre la misteriosa ternura y
el amor que me rodearon desde que nací como un manto cálido y seguro,
algo de lo que la vida, para mi fortuna, no ha querido despojarme nunca.
Sin embargo, recuerdo solo las lágrimas de mi madre y de mi hermana, una
sombra de dolor, el hambre. Me parece injusto, pero nadie puede alterar
su memoria.
Naturalmente, se han borrado los perfiles y los detalles.
¿Qué ocurrió? Estaba muy enfermo, los médicos no descubrían lo que me
estaba pasando, todo el mundo en la casa pensaba que iba a morirme lo
mismo que una hermanita nacida seis años antes que yo: Mari Carmen,
desaparecida a los veinte meses. La fiebre me tenía postrado e inerte.
¿Llegaron a internarme en un hospital? ¿Cuántos días permanecí en ese
estado? En la penumbra de esa primera infancia solo veo a mi madre y a
mi hermana poniéndome la mano en la frente, sus ojos apenados.
Pero una tarde me erguí en la cama y dije:
-Mama, tinc fam.
Y la señora Joaquina, mi mama, mi madre; solo respondió con una mirada
brillante:
-¡Mi niño se ha curado!
Imagino que me trajeron algo de comer y que muy pronto pasó todo al
territorio del olvido. A los tres años de vida estuve muy enfermo y al
borde de la muerte, pero como si todos los males se hubieran concentrado
en aquel momento, nunca más he vuelto a estar enfermo. Me dicen a veces,
sobre todo cuando me ven fatigado después de una actuación o al cabo de
muchas horas de trabajo, al verme siempre tan pálido y tan delgado, que
tengo aire enfermizo, pero se trata siempre de una falsa impresión.
Raramente he agarrado la gripe o un resfriado y solo en media docena de
ocasiones me he quedado sin voz o sin resuello, siempre como
consecuencia de demasiadas horas cantando o velando en mi habitación,
abrazado a la guitarra y con un montón de cuartillas delante. Tal vez
por esta misma razón, por lo que en mi vida tiene de insólito ese
suceso, lo recuerdo con tanta nitidez y, probablemente, con tanta
desmesura. Al fin y al cabo, ese tipo de acontecimientos es
relativamente normal en cuantos nacimos en años todavía difíciles y
demasiado próximos aún a aquella gran catástrofe de la guerra civil, una
generación de españoles doble e inocentemente condenada a pagar las
locuras de sus mayores. No eran aquellos "años del hambre" propiamente
dichos, pero nadie estaba libre de las consecuencias del desastre.
Veníamos, sin haberlo pedido, un poco marcados por tanta desmesura de
sangre, de odio, de muertos, de privaciones.
Yo nací en el año 1946, el dieciséis de septiembre a las diez de la
mañana y en un país "maldito, cercano y sin horizontes", como ha escrito
Ricardo de la Cierva al referirse a la situación sociopolítica de aquel
año. Racionamientos, retirada de embajadores, "si ellos tienen ONU,
nosotros tenemos dos", prohibición de andar por la calle en mangas de
camisa, soledad y espanto, batidas de maquis, la carne a 14 pesetas el
kilo (pero, ¿quién tenía aquel dinero...?). Poco después de cumplido el
servicio militar, cuando veía todos los horizontes cerrados y me sobraba
tiempo en un Madrid hostil y frío, dediqué, más por aburrimiento, que
por otra cosa, algunos días a husmear papeles de la Hemeroteca
Municipal. La curiosidad me impulsó a investigar por encima lo que
estaba pasando mientras en Alcoy, Alicante, España, el matrimonio
formado por Eliseo Blanes de Mora y Joaquina Cortés Garrigós inscribía
en el Registro Civil a su cuarto hijo: Camilo. Anoté un suceso
pintoresco que me llenó de congoja: en un pueblo portugués un guardia
había puesto una multa a la muchacha que había dado un beso a su novio
en la calle. Y el comentarista español de la hazaña no solo no se
sorprendía ante aquella barbaridad, sino que comentaba: "Portugal guarda
las formas y conserva los hábitos que ya van desapareciendo por el
mundo. Y a mí me parece que hay que felicitarle por ello". A mí me
parecía que lo que había que hacer era echarse a llorar, pero así era
entonces nuestra gente, o al menos, parte de ella. Claro que no toda.
Imagino que en secreto muchos españoles -y aun portugueses- cantaban con
satisfacción el fox lento de Consuelo Velásquez Bésame mucho, un hit de
medio siglo por ahora; en secreto porque, desde luego, la letra estaba
prohibida por la censura...
Me hizo gracia también saber aquel año se inauguraba la línea
Madrid-Nueva York en un aparato "Constellation" y por una tarifa de
4.000 pesetas, la misma línea que tantas veces había yo de recorrer más
tarde..., aunque pagando los billetes a otros precios. Y que fue el año
de la aparición de las quinielas, el largo sueño de tantos millones de
españoles hasta ahora mismo. Después de todo, puede ser una señal de
fortuna haber nacido el mismo año que las quinielas. Y el mismo en que
se presentaba en el "Teatro Progreso" de Madrid una joven bailarina
andaluza con el nombre artístico de Carmen Sevilla, en el espectáculo de
Estrellita Castro. Y el mismo de la gigantesca manifestación de la Plaza
de Oriente del 9 de diciembre, el desesperado grito de los españoles que
se sentían solos y apoyaban lo poco que tenían, el fruto de la victoria
de unos sobre los otros...
Pero yo no era ni me sentí nunca heredero de ninguno de los dos bandos.
Entraba en una España que quería ser nueva y tenía hambre después de una
peligrosa enfermedad. En el último piso del número uno de la calle de
Isabel la Católica, lo que yo sentí de España era únicamente el amor de
mis padres y de mi hermana Consuelo, doce años mayor que yo y siempre mi
segunda madre. A eso se reducía mi horizonte vital y siempre me he
sentido feliz de que así fuera. Muchas veces más tarde, cuando la Prensa
o la Radio han anunciado con tanto escándalo mis fantásticas
enfermedades e incluso muertes de todos los géneros, ellas dos han
corrido, apenas se enteraban, a telefonear a mi oficina de Madrid o a
los hoteles en que me encontraba para conocer lo ocurrido. Esta angustia
que encontraba en sus voces me hacía recordar, o más bien imaginar, las
angustias que pasaron cuando tenía tres años. Me han adjudicado paros
cardíacos, hepatitis galopantes, cánceres de garganta, amenazas de
transplantes de riñón, leucemias múltiples, no sé si también sífilis
irreversibles. Me han hecho morir en una docena de países, en accidentes
de avión y de coches, en plena actuación, en atentados callejeros...La
última vez por el momento fue la primavera pasada. Al llegar a Nueva
York desde México se propagó el bulo de que había muerto en un tiroteo
de mafiosos en Colombia y mis músicos que me esperaban allí padecieron
algunas horas de inquietud. Nunca he conseguido averiguar quién se
divierte con tan ridículos juegos, qué ganan con ofrecerlos al público;
afortunadamente nunca he sido supersticioso y no me han afectado
demasiado esos sustos, pero no ha ocurrido lo mismo con mis familiares y
amigos, especialmente con mi madre. Supongo que el hecho de que una
persona sea famosa o conocida no debe autorizar a nadie a ensañarme con
bromas que finalmente hacen daño a otros.
De modo que me he ido curando de tan imaginarias enfermedades con más
rapidez que de aquella de los tres años. Y sin hambre.
Por entonces aproximadamente se cambiaron mis padres de casa. De la
terracita y el descansillo de la escalera en que practiqué mis primeros
juegos, escenarios inolvidables. Nos mudamos al barrio de Santa Rosa,
que era mas bien un descampado en proceso de urbanización. Para llegar a
la nueva casa había que pasar por amplias zonas despobladas, era casi
como ir a otro pueblo, aunque actualmente esté ya en el centro de la
ciudad. Y dejábamos un piso muy modesto por una pequeña casa unifamiliar
que tampoco contaba con lujos espectaculares. Creo que la mudanza
coincidió más o menos con el cambio de trabajo de mi padre: de trabajar
como electricista a sueldo en una empresa había decidido establecerse
por su cuenta.
Tanto él como mi madre habían nacido en Alcoy. También alguno de mis
abuelos era de Alcoy, otros eran de Benilloba, un pueblo cercano. Y
aunque mi apellido está relacionado con el municipio homónimo de Gerona,
por lo que sé toda mi familia es de la región alcoyana. Desgraciadamente
no he conocido a ninguno de mis cuatro abuelos, cosa que siempre he
lamentado mucho. Por eso he estado repitiendo a mis sobrinos -y lo
repetiré mucho más a mi hijo- que cuiden a sus abuelos, que aprovechen
su presencia, su ternura y su sabiduría; solo conocerán su valor cuando
los pierdan. Por eso mismo me cuesta mucho respetar -y no quiero
utilizar una expresión más fuerte- a las personas que se desentienden de
sus mayores, abuelos o padres, que los abandonan, que no los visitan,
que no los aman. No hace falta poseer un florido árbol genealógico por
el que circule savia azul para sentir respeto y amor hacia aquellos que
nos han dado la vida, que nos la han transmitido a lo largo de
generaciones.
Al parecer, la mayor parte de mis antepasados se dedicaba a la
agricultura. Alcoy, que ahora tiene más de sesenta mil habitantes, había
ido en los últimos cien años ocupando las últimas huertas establecidas
desde la época árabe junto a los dos ramales originarios del río Serpis,
desbordándose en construcciones y fábricas textiles y papeleras por toda
la hoya en que está situado, abandonando el núcleo medieval y agrícola
para convertirse en una pujante ciudad industrial.
Algunas personas mayores con las que me gustaba conversar durante mi
adolescencia me contaron una vez que uno de mis antepasados, creo que un
bisabuelo, participó en las grandes revueltas anarquistas de 1873.
aunque mis personales rebeldías hayan tomado caminos menos conflictivos,
más pacíficos e individualistas, la gente de mi tierra ha sido siempre
brava y batalladora. Ya en el año 1821, el año de la muerte de Napoleón
y de la independencia de México y Perú, el año en que Schubert compuso
su sinfonía Incompleta, durante el reinado del peor rey que España ha
tenido nunca, Fernando VII, los tejedores de Alcoy, desempleados muchos
de ellos a causa de la reciente industrialización, ocuparon la ciudad,
destruyeron los telares y hubo que recurrir al Ejército para imponer el
orden.
Lo que ocurrió medio siglo mas tarde fue mucho más grave. El verano de
1873 en Alcoy figura en la historia de España como una fecha terrible y
aun la leyenda planea como una sombra oscura sobre mi ciudad. Por
aquella época habían aparecido destacados militares anarquistas
alcoyanos dentro de la Federación Española. A la sublevación
cantonalista que ya se estaba gestando en Cartagena y otras ciudades se
unió el descontento de los trabajadores de las industrias papeleras y
textiles. Los obreros únicamente pedían la jornada laboral de ocho horas
y decidieron una huelga general, que sería el preludio de grandes
revoluciones en toda España. Alcoy tenía entonces unos treinta mil
habitantes y, naturalmente, la mayor parte de ellos eran obreros. Cuando
una delegación salía del Ayuntamiento de hablar con el alcalde, la
Policía abrió fuego sobre la multitud desarmada. Los obreros decidieron
atacar el Ayuntamiento y después de veinte horas de lucha, la treintena
de policías se rindió por falta de municiones. El alcalde Agustín Albors
intentó disparar su revólver sobre los que iban a arrestarlo y murió de
un disparo. Era el 10 de agosto. El levantamiento armado duró cinco
días, hasta que se acercó el Ejército y prometió amnistía a los
sublevados, pero muchos alcoyanos murieron en la rebelión. Y el nombre
de mi ciudad sería como un chispazo para otras sublevaciones en toda
España. Mi curiosidad en asuntos históricos, que probablemente han sido
mi lectura preferida, me empujó a investigar si alguno de los Blanes
tuvo participación en estos sucesos (y de haberla tenido, habría sido
junto a los obreros, ya que ninguno poseyó nunca fábricas de papel o de
hilados ni figuró entre los miembros de la Policía municipal), pero ya
he logrado averiguarlo. Sin embargo, mis esfuerzos juveniles me
sirvieron para conocer un poco la historia de mi pueblo, y por lo tanto
mi gente, y recopilar unos cuantos libros de la historia de España del
último siglo que conservo como preciado tesoro.
Pero estaba yo hablando de una sola casa de Alcoy, no de la ciudad toda.
Estaba hablando de nuestra casa nueva en el barrio de Santa Rosa, en el
número 50 de la calle Laureado Carbonell. Idéntica a muchas otras recién
construidas, tenía en la planta baja un comedor, un pequeño vestíbulo,
una cocina y un cuarto de baño. En el segundo piso estaban los tres
dormitorios. En el principal dormían mis padres. En otro dormía yo con
mi hermana Chelo, mientras fui pequeño. Luego me trasladaron al tercer
dormitorio, que ocupábamos los tres hermanos varones: Eliseo, que me
llevaba nueve años; José que me lleva tres y yo. Confieso que no me
gustó nada separarme de Chelo. Mis padres me dijeron que ya era mayor -tenía
ocho o nueve años- y que no era conveniente que durmiera en la misma
habitación que ella, pero a mí me parecía una bobada. Siempre había
estado a su lado, era como mi madre suplente, la quería tanto como ahora
la quiero...¿Cómo iba a tener importancia que la viera desnuda? Pero
hube de obedecer, a regañadientes, y pasé al territorio de mis hermanos,
un territorio bastante reducido, porque los dormitorios eran mas bien
pequeños.
La casa tenía también un pequeño patio con lavadero y, a falta de
calefacción -lujo excesivo para la época-, en el salón brillaba una
inmensa estufa de hierro negro con una tapa de anillos que había que ir
retirando uno a uno para introducir la leña.
Solo abandonaría esta casa, en la que hoy vive mi hermana, para luchar
en Madrid por lo que había soñado siempre. Así que fue en ella y durante
unos quince años en donde fui creciendo, fui recibiendo generosas
raciones de amor, fui aprendiendo a cantar y a desear convertirme en
cantante...Arropado siempre por el cariño de mi madre, de mi padre, de
mi hermana Consuelo. Siempre niño mimado y preferido -lo que no me
ahorró algunas sesiones de azotes en el trasero, ciertamente-,
aprendiendo que la vida es hermosa y agradable cuando las personas se
aman e intentan comprenderse.