:: PRÓLOGO ::


Una noche, en alguna parte del mundo, vuelves a mirarte en el espejo de un camerino que nunca puede ser tu propia casa, y contemplas tus ojos desconcertados e hinchados por la fatiga. "¿Qué estás haciendo aquí?" "¿Por qué haces lo que haces y no otra cosa?" "¿Quién eres realmente tú?" . Al otro lado de la puerta todavía se agita una multitud fervorosa que te ha estado escuchando durante dos horas, aún aplaude al escenario vacío, espera que regreses y que le entregues lo que te queda de ti. Alguien te dice muy nervioso que los servicios de seguridad apenas pueden contener a un grupo que pretende asaltar el camerino el camerino y te ruega que salgas hacia el automóvil que está esperándote ante una puerta lateral y secreta. Sin cambiarte de ropa, sin secarte el sudor, sin probar un sorbo de agua.

Pero debe ser pronto, inmediatamente, antes de que resulte demasiado tarde. Porque a veces, y con frecuencia, el afecto es peligroso. A veces la pasión hiere.

Pero ha bastado esa mirada fugaz e inconsciente para dejar sentada una decisión nueva: hacer algo que nunca había hecho.

En la vorágine del trabajo ni siquiera tiene uno tiempo de pensar detenidamente en sí mismo. Los días, las semanas, los meses van machacando sobre la propia alma con la rutina apresurada del oficio. Coches, teléfonos, aviones, escenarios, fotógrafos, homenajes, abrazos, sudor, aplausos, preguntas, vestuario...¿Y en dónde está uno mismo?.

Dentro de nada -conciertos, aviones, teléfonos...-, dentro de nada volveré a mirarme en otro espejo, quizá mohoso o quizá lujosísimo, en alguna ciudad que no habré tenido tiempo de conocer, me miraré en un espejo y me daré cuenta de que he cumplido ya cuarenta años y que continúo, como todo el mundo, indeciso acerca de algunas cosas importantes. Todavía me faltan tres, pero el tiempo pasa demasiado deprisa en una vida tan agitada y vertiginosa como llevo desde los veintidós.

¿Sentiré entonces terror ante ese misterioso síndrome de los cuarenta años?. No lo siento ahora, tan cerca, quizá porque he vivido demasiado tiempo aferrado a mí propio éxito, como si me hubiera acostumbrado a él; he vivido demasiado pegado a la agitación querida y ni siquiera he visto cómo pasaban los años.

Pero los años pasan y todo el mundo dice que nunca en balde. Efectivamente, aunque los recuerdos están frescos, pasó ya la época en que me daban regletazos en las palmas de las manos porque me negaba a cantar en el coro del colegio ante la perspectiva de irme a correr las calles con mis amigos; la época de mi primera banda, con mis compañeros de Alcoy; incluso la época de los primeros discos, de las primeras sorpresas, de los primeros amores, de los primeros aplausos.

Y siento que en muchos escalones de esta subida he llegado a olvidar en algún momento quién era yo mismo, confundido entre los músicos, los espectadores, los micrófonos, los periodistas. Quién era realmente yo, qué pasaba, qué estoy haciendo aquí, entre los demás, cuál es mi destino y de qué manera se va cumpliendo. Porque sé perfectamente que no soy cebo multitudes, objeto de griteríos y de páginas a todo color, fábrica de dinero, ídolo sin sangre y sin alma. De pronto, cuando me pongo a regar las plantas de mi casa, cuando me miro en un espejo, cuando me aburro en medio de un vuelo interminable, me doy cuenta de que una parte de mi yo no está al alcance de los otros: la que no sube a los escenarios. De pronto, cuando me levanto de noche en una habitación de hotel y he de tantear las paredes porque no sé dónde me encuentro, siento esa conciencia de mí mismo que en ocasiones parece perdida en el ajetreo diario.

Y entonces decido escribir algo de mí, algo de mí, todo de mí. No como confesión ni como penitencia, ni como parte de mi trabajo. Sencillamente necesito pasar al papel algunos recuerdos, algunas experiencias, algunas intimidades porque de otro modo me sentiría perdido.

-Camilo, a escena. Vamos a empezar.

Un libro no es un escenario. O, mejor, es otra clase de escenario. No hay comunicación de un hombre con una multitud, sino de una persona con otra persona, de tú a tú, en la soledad mágica del mundo de la lectura, que es el mundo de la inteligencia y de la sensibilidad. Es también una apuesta del autor contra sí mismo.

Tal vez, desde luego, en mis canciones he dicho ya muchas de las cosas que pensaba, mucho de lo que sentía incluso hacia mí mismo. Pero los ecos no dejan oír las voces.

Recuerdo un párrafo de Bruno Walter, el más destacado discípulo de Mahler, que me impresionó tanto cuando lo leí que lo anoté en un cuaderno. Cuenta el director de orquesta una visita que hizo al compositor bohemio en 1896. "Cuando, camino de su casa, levanté los ojos hacia las cumbres de los Alpes, cuyas abruptas paredes formaban detrás del encantador paisaje un amenazador telón de fondo, Mahler me dijo: "No tiene usted necesidad de mirar: yo he puesto todo eso en mi Tercera Sinfonía".

Lejos de la pretensión ridícula de compararme con Gustav Mahler, he tenido muchas veces que responder lo mismo a algunas preguntas de los reporteros: "¿Qué quién es Camilo Blanes?" "Escucha las canciones de Camilo Sesto." En ellas está dicho casi todo. Claro que de una manera ambigua, llena a veces de sobrentendidos, velando con frecuencia las verdades más profundas. Nadie que acude a un concierto tiene muchos deseos de ver a su cantante espiritualmente desnudo, de informarse de sus mayores intimidades, de identificarse hasta el fondo con sus alegrías o sus tragedias. Busca más bien encontrar en la voz amiga una expresión artística de sus propios conflictos, de sus deseos, de sus ensueños. El cantante se convierte en un cable que provoca un cortocircuito en el corazón del que lo escucha; él mismo, su propia individualidad, ha de quedar al margen. En el fondo, es más un instrumento que un protagonista.

Por eso a veces tiene uno ganas de quitarse esa necesaria máscara pragmática para que sus amigos lo contemplen como es. Ya sé que persona y máscara son la misma cosa en su origen etimológico griego. Lo que pasa es que en algún momento de nuestra vida nos negamos a aceptar esa verdad que sólo parece justificar las hipocresías de las relaciones humanas. Y más un hombre que como yo en cierto modo lleva siempre la máscara puesta, es decir, actúa para los demás, interpreta, hace.

Y nadie se inquieta por lo que es. Incluso llega a pensarse que el actor, el hombre que se entrega a los públicos, ni siquiera tiende a ser él mismo. Solo a ser un reflejo de las ansias de los demás, no una expresión de él mismo.

Insisto. En muchos momentos, sin embargo, también el actor, el cantante, el que compone canciones tanto para los demás como para sí mismo, tiene necesidad de despojarse de las imprescindibles máscaras -uniforme de su profesión- con las que se gana la vida y ver esa vida suya desnuda y fija, como un objeto intransferible y exacto.

Mucho más si, como en mi caso, continuamente comprueba cómo los demás, familiarizados con ese reflejo profesional, terminaban por confundir al individuo con la imagen que proyecta. Hasta el punto incluso de hacerme dudar en algún momento de si yo de verdad soy quien soy o lo que otros piensan que soy.

Claro, bien seguro estoy de mí mismo, pero no me satisface que tantos de mis amigos, próximos o lejanos, conocidos o desconocidos, tantos que creen en lo que hago y gozan con ello, me vean sólo como la luz de uno de esos focos multicolores de las candilejas: como la luz, pero no como el foco mismo que la produce y la proyecta.

-¡Camilo, a escena!

Y me lanzo ahora a una escena distinta. Más íntima, más cerrada, más secreta. A la que no llegan los aplausos ni los gestos de aliento de mis compañeros los instrumentistas ni el apoyo de cuantos me acompañan en las giras ni la prudencia de los que me cuidan. Una escena perfectamente vacía y serena. Un libro se me presenta, a mí que sólo he escrito poemas, además de infinitamente laborioso, como un reto en el que debo luchar contra lo que no soy, contra la cara más falsamente brillante de mi ser. Es un rinconcillo solitario y lleno de sol en el que de verdad puedo descubrirme a mí mismo a través de lo que he vivido, de lo que he hecho, de lo que todavía quiero hacer.

Así que cumplo los preparativos de esta actuación con un nerviosismo magistral, como nunca he conocido otro en las presentaciones musicales. Claro que tengo a mi favor la ventaja de que si este concierto de letras no queda a mi gusto, lo guardo en un cajón o lo condeno a la papelera y aquí no ha pasado nada. Nadie me silbará por ello, ya que seguirá tan desconocido como ahora mismo, cuando estoy comenzándolo, lo es. Quizá más por mí mismo que por los demás, por los que me han confundido, los que sólo conocen una de mis caras, los que están obligados a quedarse en la superficie. Más por mí, porque dentro de nada cumpliré cuarenta años y no quiero a esa edad sentirme ante nadie como un desvalido adolescente.

Y también por él.

Cuando supe que acababa de tener un hijo no se me cayó el mundo sobre la cabeza, aunque siempre me había negado a tener hijos por los motivos que contaré. Yo mismo pensaba que así iba a ocurrir: una catástrofe personal. Mas de pronto encontré una respuesta nueva a esos momentos de indecisión ante los espejos, en las habitaciones del hotel. Fue como si, por primera vez en mi vida, sintiera los pies clavados al suelo, el cuerpo entero hundido en una realidad física, concreta y satisfactoria.

Tal vez es demasiado pronto para plantearme muchas preguntas u organizar muchos proyectos. El niño, mi hijo, apenas acaba de cumplir medio año y ni siquiera intuye quién es su padre y que ha nacido en México, muy lejos de donde nací yo y donde regularmente vivo. Por supuesto para él no está rodeado de las solicitudes y de los inconvenientes de los hombres conocidos. Es solo un niño como lo fui hasta que una misteriosa mano me empujó, ¡y tan pronto!, a convertirme en lo que soy ahora; hasta que quise ser músico y poner todas mis fuerzas en el empeño.

Pero si él está muy lejos de esta realidad, brillante a veces, dramáticas otras, el hecho de que exista me obliga a mí a mirarme con más intensidad, con más detenimiento, con más calma. Y sin ninguna forma de piedad o de narcisismo, desde luego. Me obliga tal vez a desmentir la superficie que forzosamente mostramos los que estamos siempre en el escenario, como un objeto de consumo público. Un ídolo, incluso para quien no lo tiene por tal, es una especie de estatua moldeada en el vacío, sin un eje interior, sin vida propia, sin sangre, sin alma, suplantador de Dios. Y yo creo que importa poco de qué material esté construido ese ídolo, oro o barro. Importa que dentro del luminoso ropaje haya una sustancia definida y clara.

Voy a tener tiempo para contarlo. Las páginas en blanco me permiten la esperanza de esa mirada total que pocas veces en mi vida he tenido tiempo de dirigirme. Seguramente con las dificultades que ya conozco, esa actitud imparable a que me obliga una profesión voluntariamente elegida y alegremente llevada. Pero valdrá la pena superarlas, y sé que estoy preparado para ello.

Cuando era niño, actuaba como niño; ahora que soy un hombre, me comporto como un hombre...¿Eran exactamente así las palabras de San pablo?. En todo caso, hace muchos años que soy un hombre, pero pocas veces como en este momento me he plantado lo que eso de verdad significa. Y es lo que quiero expresar, a través de las historias, pequeñas o grandes, que han contribuido a formar a ese hombre. Procurando siempre llevar al primer plano aquellos aspectos que suelen quedar ensombrecidos en la actividad pública de un hombre de escenario.

Muchos árboles he plantado en mi vida, porque pocas cosas me apasionan tanto como el cuidado de las plantas. Ahora acabo de tener un hijo. ¿Me falta sólo el libro para realizarme del todo, como ahora dicen? No lo creo. Un libro es solo la organización de pensamientos y sensaciones que ya existían: ponerlos en claro y dejar que otros los conozcan. Sobre todo cuando no se trata de un libro de ficción, sino de un pequeño documento, espero que entretenido, de los treinta y siete años de un hombre conocido más por su trabajo que por él mismo.

Por lo demás, tampoco voy a concederle demasiada importancia a esta aventura. Lo verdaderamente importante es esa conciencia de lo que soy y cuyo desarrollo se ha acentuado al contemplar a mi primer hijo en la Ciudad de México. La repentina sorpresa fue como el badajo de una campana que hizo brotar de mí los sonidos que hasta entonces tenía ocultos. Y es una música nueva, llena de ternura y de responsabilidad; la más dulce y bella de mis canciones.

Otro asunto es que sea capaz de interpretarla bien sobre el papel. Ni siquiera me inquieta demasiado. Sé lo que he hecho y tengo fuerzas para hacer lo que he decidido hacer. Ese niño y su madre, que podría haber sido uno entre cientos de amores apasionados, como ya diré, me han puesto una marca en el camino y debo detenerme en ella para meditar y para mirarme más despacio. Sin duda es esa presencia la razón última que me impulsa a sentarme ante una máquina de escribir, instrumento que no me resulta demasiado familiar, la verdad sea dicha, y a poner en claro todo lo que para los otros resultaba oscuro y todo lo que muchas veces yo me he ocultado a mí mismo por miedo a que frenase mi carrera de un lado a otro de los escenarios. Ya sé que no ocurrirá eso. Ya sé que empiezo una nueva etapa, que deseo empezarla y que tengo fuerzas para llegar a su final.

-¡!Camilo, a escena!!

Una escena nueva, un escenario desconocido.

-¡Voy!.