El director gerente de la empresa Reparaciones Eléctricas Eliseo Blanes
Mora, empresa que contaba entre sus trabajadores con su propietario, con
su esposa Joaquina, que acudía a veces a echar una mano; con su hijo
mayor, Eliseo, el cual no había querido continuar estudiando; con su
hija Consuelo, encargada de la administración y del papeleo; y con sus
dos ayudantes ocasionales llamados José y Camilo, el director gerente
iba consiguiendo sacar a su familia adelante, siempre con mucho trabajo.
Había comenzado a trabajar como electricista a los 9 años, y ahora
estaba ya establecido como autónomo. Incluso había logrado comprarse una
Iso-moto, primer vehículo de tracción motorizada que existió en la calle
en que vivía. Con aquel artilugio, fruto glorioso del fin de la
autarquía, se desplazaba por Alcoy e incluso por los pueblos vecinos
para hacerse cargo de cualquier tipo de faena. Lo mismo arreglaba un
enchufe casero que organizaba la instalación eléctrica de un nuevo
edificio de cinco plantas, o acudía a una fábrica a reparar la máquina
envasadora del papel de fumar, producto tradicional de su ciudad, o
reconstruía en su taller cualquier artefacto averiado, desde un
generador hasta una plancha, u organizaba una línea de alta tensión...
Mi padre, sin embargo, no tenía mucha confianza en mi responsabilidad
vial. Lo mismo que en años anteriores tanto él como mi madre se ponían
muy furiosos cada vez que se enteraban de que había regresado a casa
caminando por el borde del río, ahora se negaban en redondeo a comprarme
una bicicleta. Era yo un niño muy mayor, con once años, y muy alto desde
luego; estudiaba en los Salesianos y casi desde el primer día me habían
elegido solista del coro del colegio. A pesar de ello, seguían negándose
rotundamente a comprarme una bicicleta.
A lo largo de mi corta vida ni había padecido una negativa semejante.
Aunque nunca fuimos ricos en casa, nunca faltó algún juguete a ninguno
de los cuatro y yo mismo, por ser el más pequeño, había podido
satisfacer casi todos mis caprichos. No es que fuera muy exigente y
pesado en esos caprichos, pero todo el mundo decía - incluso mis
hermanos, lo que era más grave - que era el más mimado de la familia.
Así, pues, había destrozado ya algunos trenes de cuerda, varios coches
de hojalata; había reventado una buena colección de pelotas... En
realidad, el tren de cuerda me lo rompió un niño de la calle la misma
tarde que me lo regalaron... Pero el dorado sueño de la bicicleta no se
convertiría nunca en realidad. Como medio de presión, me arriesgué un
día a contar a mi madre que yo sabía montar en bicicleta , que era un
arte que me resultaba muy fácil. Algún amigo del barrio o mis propios
hermanos se habían molestado en enseñarme en espera del día afortunado
de que tuviera una bicicleta propia. Lo único que conseguí fue una
regañina y prometer que nunca más se me ocurriría montar en otra.
No obstante, no podía renunciar tan fácilmente. A los doce años había
aprendido de mi padre la magnífica lección del trabajo. Si deseaba algo,
debía trabajar por obtenerlo, sin esperar neciamente a que alguien me lo
regalara. Mi padre no sólo me lo decía con palabras, sino con su
ejemplo. Y ese ejemplo se ampliaba a toda la familia. Efectivamente, y
cada uno según sus fuerzas, todos arrimábamos el hombro en la pequeña
empresa familiar. Mis quehaceres, en razón de la edad, eran desde luego
los más sencillos y los realizaba siempre que no interfieran en mis
estudios, en vacaciones sobre todo.
-Camilo, aquí tienes tu parte del trabajo- decía mi padre.
Como cada año, mi padre havia imprimir el nombre y la dirección de la
empresa en unos calendarios publicitarios que se fabricaban con ese fin.
Al comienzo de las Navidades había que repetir centenares de aquellos
calendarios por todo Alcoy e incluso en los pueblos cercanos. A los once
años me correspondía a mí esa faena.
No era particularmente dura, desde luego. Me echaba un paquete bajo el
brazo y a pie iba distribuyendo la publicidad. Desde luego, y al margen
de que yo fuera el hijo del dueño, casi todos me pagaban el obsequio con
una pequeña propina. Ese era el salario de mi trabajo. Y el destino de
aquel salario estaba bien decidido por mí.
Un hombre que vivía cerca del taller de mi padre poseía una maravillosa
bicicleta de carreras, grande y sólida, bastante usada pero que
funcionaba muy bien. Alguna vez me había permitido dar una vuelta con
ella y conocía mi codicia por aquel vehículo. Medio en broma, medio en
serio había llegado a decirme que estaba dispuesto a vendérmela el día
que reuniera dinero suficiente. Aquella Navidad por fin pude acercarme a
su casa con los bolsillos llenos de monedas.
-Ya tengo el dinero. Quiero comprarte la bicicleta - le dije.
-¿ Y de dónde lo has sacado, si puede saberse?
-Trabajando - respondí muy orgulloso.
-Bien, de acuerdo. Vamos a decírselo a tu padre y te llevas la
bicicleta.
La sacó a la calle y me dejó montar mientras nos acercábamos al taller.
En el fondo, aquel hombre sospechaba la procedencia de tanto dinero en
un niño de once años, pero mi padre le contó en seguida que lo había
ganado honradamente. Sin embargo, no aceptó mi proyecto de compra.
Seguía teniendo miedo a que me rompiera la cabeza con aquel vehículo. Me
llevé una terrible desilusión. Comprendo ahora que mis padres no estaban
faltos de razón, porque la bicicleta que yo adoraba era demasiado grande
y pesada para mi edad, pero este pensamiento no me aliviaba entonces del
terrible disgusto.
Y, además tenía un problema extra. ¿ Que hacía yo con todo aquel dinero?
Pedí a mi hermana Chelo que me acompañara y la conduje a la tienda de
ropa más elegante de Alcoy. Me compré una bufanda, el mejor abrigo que
tenían y un sombrero tirolés. No había ningún juguete que me apeteciera
a esa edad, tenía ya balón; ningún objeto me atraía especialmente, así
que me cómprela ropa. Los Blanes, del primero al ultimo, éramos
conocidos en Alcoy por nuestra manera de vestir; sin llevar ropas
desmesuradamente caras, a todos nos gustaba vestir con elegancia. En el
barrio decían que cualquier trapo que nos echáramos encima nos caía
bien, pero teníamos a gala andar bien presentados. Y eso, como ahora
mismo me ocurre a mí, sin sufrir ningún género de locura por la moda,
por lo último ; y como ya dije, sin dar demasiada importancia a la
elegancia de los demás. Yo igualmente amigo del Rey que del último
caballerizo de un circo de aldea. El que va por la vida disfrazado de
figurín pero tiene cabeza más vacía que un huevo cascado no me interesa
los más mínimo. Sigo en eso el viejo refrán de que el hábito no hace al
monje... aunque un monje bien vestido es más agradable que otro igual,
pero zarrapastroso.
En consecuencia, con mi abrigo, mi bufanda y mi tirolés iba por las
calles de Alcoy más chulo que un ocho. Y aunque la obsesión de la
bicicleta no se me había pasado, al menos el disgusto quedaba un poco
mitigado. Con el paso de los años, mi padre debió de pensar que había
sido excesivamente duro conmigo, porque durante las Navidades, Y todos
los años, tenía a gala regalar una bicicleta a todos sus nietos. Claro
que entonces existían ya bicicletas a la medida de los niños. Mis
sobrinos, quizá gracias a mi personal tragedia, han logrado así poseer
toda una colección de bicicletas.
Esa desmentida pasión por la bicicleta, sin embargo, todavía ahora me
sorprende. Para quitármela de encima, un buen día, decidí comprarme una,
la más hermosa que encontré; a los veintiséis años, cuando mi trabajo me
permitía tener todas las bicicletas que deseara. Y apenas la usé; ni
siquiera sé dónde ha ido a parar.
Y me sorprende porque nunca he sido un hombre especialmente aficionado a
los vehículos. Es muy frecuente en mi profesión, como en todas las
profesiones que tienen que ver con públicos masivos, rodearse de
aparatos llamativos y hasta escandalosos para reforzar la propia imagen.
Yo les he concedido siempre una importancia justa. Me compré mi primer
coche con los beneficios de mi primer disco grande, en 1972. Luego he
ido teniendo otros, pero sin saber nunca los misterios - ni los
mecánicos ni los de apariencia - que encerraban. Hasta no hace mucho,
por ejemplo, solía andar por Madrid con un Ford Fiesta, porque era
manejable y cómodo. Un día, al bajarme de el, oí a una mujer que decía:
-¡Anda, pero si es Camilo Sesto! Pues no debe ser tan buen cantante
cuando tiene ese coche pobretón. Se ve que no gana dinero.
Me dio tanto coraje esa estupidez que regalé el coche a Paco y a Petra,
los guardeses que llevan tantos años cuidando de mí y de mi casa, tan
queridos y entrañables que forman parte de mi familia. Y decidí usar mi
otro coche, un Mercedes 280.
Pero tuve y tengo a veces que oír frases como esta;
-¡Mira, Camilo Sesto! Claro, así ya se puede. Jo, Qué coche.
Se está forrando a costa nuestra y se compra esos coches. Y hay gente
que no tiene ni zapatos para ir andando. ¡Es una inmoralidad! ¡No hay
derecho!
Siempre me he sentido en aprietos parecidos.
Hace poco cambié nuevamente de coche, aunque no de marca. Me compré un
Mercedes 500. Verde, como la bicicleta que no pude tener. Y lo
suficientemente grande, cómodo y rápido como para terminar mi actuación
en Málaga a las dos de la mañana, montar en él, echar un sueño, y llegar
con tiempo para el concierto contratado en La Coruña al día siguiente.
Nunca me ha gustado aparentar más de lo que soy por tener un coche
superferolítico, porque ninguna máquina puede añadir una brizna a la
estatura espiritual de un hombre. Solamente sirve para hacerle la vida,
o su profesión más cómoda y llevadera. Y ningún bólido increíble podría
ahora otorgarme la felicidad que aquella bicicleta de carreras estuvo a
punto de darme, que me dio mientras la deseé, mejor dicho.