Delante de mí, en la fila, un chaval con cara de despistado se rascaba
detrás de la oreja como si aquella mañana no se hubiera lavado. A mi
lado, otra daba saltitos como si tuviese ganas de orinar. Estábamos
todos un poco nerviosos en el patio de los Salesianos, que tenían uno de
los mejores colegios de Alcoy. Después de haber pasado todos los
trámites, habían decidido plantearnos un nuevo examen.
-A mí me han dicho que es una plasta ser del coro- dijo el que le picaba
la cabeza-. Te hacen quedarte después de las clases para los ensayos. Y
no te hacen ningún favor, no creas. Vamos, que te catean si no estudias.
¿ Tú, cómo te llamas?
-Yo, Camilo.
-Me lo ha contado mi hermano. ¿ Sabes lo que voy a hacer yo?
-No. ¿Qué vas a hacer?
-Cuando el cura ponga las escalas, lo hago todo al revés. Aunque se
cabree. A mí no me cogen para el coro ni a tiros. Estaría bueno.
-Pues yo creo que éste tiene razón- dijo el que se orinaba-. Aunque los
del coro tienen que tener enchufe, a la fuerza... Y les darán mejores
notas.
-¡Bah, tonterías! Mi hermano está en segundo y lo sabe no seáis tontos.
-Seguro que nota que le estás engañando- dije yo al de los picores.
-Tú hazme caso. Sueltas un gallo detrás de otro y no hay quien te salve.
-Pues a mí me han dicho que éste canta muy bien- respondió el de los
saltos.
-Quién te lo ha dicho?
-Es que yo vivo cerca de tu casa, donde los militares retirados. Mi
padre es brigada. Y una niña de mi calle me lo ha contado.
-¡Chico, brigada! ¿ Y tiene pistola? - preguntó el de los picores.
-Toma, ¿ no va a tener pistola? Y un fusil de reglamento y granadas y de
todo. Podía hacer una guerra si quisiera.
-Pero yo también puedo sacar gallos y desafinar - dije yo-. Si quiero,
puedo romperle los oídos al cura, no creas. ¿ Y cómo se llama la que te
lo dijo?
-Ya no me acuerdo. Pero te oyó un día. Decía que cantabas mejor que
Joselito fíjate. Esa no tiene ni idea.
-Tú qué sabes, meón!
-¿ Yo meón? Te arreo una...
Era el mes de septiembre y todavía hacia calor. Por primera vez en mi
vida estaba yo contento de ir al colegio. Era un colegio para mayores.
Aunque tenía un año menos de lo reglamentado. Mi padre se las había
arreglado para que me admitieran. A los seis años iba a comenzar a
estudiar en un colegio bueno y grande. Yo sospechaba que, como yo era
mayor, no iba a tener ganas de escaparme de aquel colegio. A los seis
años estaba casi decidido a portarme bien. Además, los compañeros
parecían buena gente; había chavales de mi barrio, pero también de toda
la ciudad. Y había hijos de comerciantes y de obreros, de ricos y de
menos ricos. Claro, en Alcoy no había ningún príncipe marqués. Todos
éramos iguales o eso parecía al menos. Obtuve más tarde matrícula de
honor en el examen de ingreso al Bachillerato y mi madre se apresuró a
enmarcar el diploma; lo tenía colgado en el salón; desgraciadamente ha
sido el único diploma que conseguí en mi vida y eso porque en el examen
de ingreso me preguntaron precisamente las cosas que más me gustaban de
las que me habían enseñado: caligrafía y gramática. Chelo me había
enseñado a escribir con buena letra y los verbos se me daban muy bien.
También había alguna pregunta de matemáticas, de cuentas, pero tan
fáciles que las salvé sin dificultad. De todas maneras, a pesar de mis
infantiles obsesiones por permanecer en las aulas el menor tiempo
posible, cuando estaba en ellas procuraba aprender - y lo conseguía sin
muchos esfuerzos- lo que me enseñaban; mi buena memoria no me servía
solamente para recordar las canciones de la radio, sino también las
lecciones escolares.
-¡ A ver, el siguiente, que pase!
Mientras entraba en el aula de música me crucé con el chaval que tenía
un hermano listísimo y experimentado.
-Chico, creo que me ha cazado - me dijo a media voz.
-Pues yo iba dispuesto a la victoria. Un cura muy joven, vestido de
negro, estaba sentado ante el piano, y otro de pie a su lado, con listas
de nombres y otros papeles. Me mandó que me acercase al piano.
-¿Eres Camilo Blanes?
-Sí.
-¡Vaya! Me han dicho que sabes cantar... Eso está bien. Vamos a ver cómo
lo haces.
El cura joven tocó en el piano una música que no conocía; estuvo así un
momento y luego empezó a tocar notas solas, muy fáciles de recordar. Lo
hizo dos o tres veces. Yo estaba decidido a engañarle, porque el hermano
mayor de mi amigo había dicho que si te elegían para el coro estabas
perdido; pero si a él lo habían cazado era porque aquellos curas eran
muy listos. Mientras escuchaba el piano pensaba cómo demostrarles que no
sabia cantar.
-¿ Has oído esto? - preguntó el pianista-. Voy a hacerlo otra vez. Do re
mi fa sol la si do re mi... Vamos a ver si puedes repetirlo.
Inmediatamente se me ocurrió la idea; y sin meditarlo mucho, porque
estaban esperando, no imaginé mejor cosa que hacer lo mismo que el
piano, sólo que al revés: Mi re do si la sol fa me re do... Y con una
afinación perfecta, porque ni siquiera intencionadamente he logrado
nunca desafinar.
-¿ A ver, a ver? Repite eso- dijo el cura de las listas sonriendo.
El pianista volvió a tocar, subiendo esta vez la escala tres o cuatro
notas más, y yo volví a repetirlo a la inversa. Ellos dos se miraron
sonriendo.
-Bueno, no es eso lo que yo he tocado, Camilo. ¿ Te sabes alguna
canción?
-Sí señor.
-Se dice: Sí, padre. ¿ Cuál te sabes?
-Las de Joselito...
-Cántanos Clavelitos, anda.
-Sí, señor...
Me olvidé inmediatamente de mis buenos propósitos. No podía cantar al
revés aquella canción y la había interpretado tantas veces en mi casa
ante mis tías, en la calle, que no podía cantarla mal. Por otra parte se
me habían volado de la cabeza los santos consejos de mi desconocido
amigo, como si fuera un pecado cantar deliberadamente mal aquella
canción de mi ídolo. Así que le canté lo mejor que pude, con toda mi
voz, contento una vez más de que me escucharan.
-Muy bien, Camilo. ¿ Te gustaría pertenecer al coro del colegio? -
preguntó el cura de los papeles después de señalar algo en uno de ellos.
-No, señor.
-Se dice: No, padre. ¿ Por qué no?
-Es que no lo sé, señor...
-Ya verás como sí te gusta. Aprenderás muchas canciones y música y
podrás tocar un instrumento, el que tú elijas. Y serás de los más
famosos del colegio. ¿ No te gusta eso?
-Bueno, eso sí pero...
-Anda, puedes irte a jugar. Ya te llamaremos.
En aquel instante, poco antes de que fuera mi sexto aniversario, en
septiembre de 1952, se decidió mi destino de cantante profesional. Si
alguien me lo hubiera dicho entonces, me habría parecido una broma
bastante tonta... aunque también muy agradable. Ya era casi tan
importante como Joselito y si todavía no cantaba por la radio- que era
algo tan grande, tan gigantesco que ni siquiera me atrevía a
imaginarlo-, al menos iba a cantar en la iglesia. Estaba deseando
contárselo a mis amigos pero ni siquiera los vi allí. El de los picores
había desaparecido, aunque muy poco después volvería a encontrarme con
él en los primeros ensayos. Y casi hasta ahora mismo no volvería ya a
separarme de él. Se llama Remigio Barrachina. Fue el que más tarde me
lió para que formásemos un dúo y a continuación un grupo entero y...
Barrachina... Blanes. El capricho del orden alfabético nos unió ante las
puertas del aula de música y ya nos hemos separado. La música ha sido
siempre la expresión de nuestra íntima amistad.
Pero aquel día, cuando llegué a casa a comer, ya no pensaba en él. Conté
en mi casa lo que me había ocurrido y todos se pusieron contentos. Tanto
que yo mismo empecé a pensar que no era tan malo pertenecer al coro de
los Padres Salesianos. Iba a tener delante de mí ocho años para
arrepentirme de aquella alegría... y más de veinte, a continuación, para
arrepentirme de ese arrepentimiento. Si fue una tragedia convertirme en
niño del coro, fue también el paso más decisivo para ser lo que soy
ahora.