El día 23 de abril estalla el mundo en Alcoy. Las bandas de música, a
pesar de utilizar los instrumentos de viento y percusión a todo trapo,
apenas pueden dejarse oír entre los truenos de la pólvora y los
repentinos bramidos de los trabucazos. Como en tantos otros pueblos
levantinos y andaluces, las fiestas de Moros y Cristianos son a la vez
una leyenda fantástica y una fantasía viva. San Jorge, ese santo
apócrifo que el Vaticano apeó de sus censos aunque siga haciendo patrono
de medio mundo; el San Jorge de la victoriosa lanza reúne en Alcoy a
moros, judíos y cristianos, ciudadanos que probablemente no son nada de
eso, y los lanza a la calle para que alboroten, se emborrachen, bailen,
quemen pólvora en abundancia y se entreguen a todos los goces de la
fiesta. Los romances anónimos que, en largas parrafadas se transmiten de
padres a hijos -aunque he leído que algunos de esos versos quizás ya
deformados fueron escritos por el mismísimo Garcilazo de la Vega-,
sirven de apoyo para todo tipo de escenificaciones teatrales. Allí
aparece un rabino con la bandera española cruzándole el pecho, un
terrible moro en uniforme de gala y sin calzoncillos para no pasar
calor, un cristiano orgulloso con la botella de coñac bajo el
sobaco...Esta gran representación teatral y festiva, animada por la
pólvora y el alcohol; este carnaval especialísimo, inimitable, que hunda
su tradición al menos en costumbres de hace cuatro siglos es sin duda un
reflejo del carácter y el modo de vida del hombre levantino. Es también
una de las más concurridas y útiles escuelas musicales del mundo, como
las de zamba en Brasil, como las reuniones religiosas de los negros
americanos. Al igual que los cariocas, no solo se dedican muchos días
del año y mucho dinero a preparar los magníficos trajes que luego han de
exhibirse por las calles, confeccionados con materiales nobles, sino que
todos los miembros de la comparsa dedican muchas horas a ensayar las
retahílas de versos y las músicas que han de acompañar los desfiles.
Yo pertenecí siempre a la comparsa de Los judíos, que extrañadamente,
eran Moros. Toda mi familia, padre, hermanos, primos, mis abuelos, los
parientes...todos hemos sido siempre judíos. Y conservo uno de los
uniformes con los que desfilábamos, el que perteneció también a mi
padre. Como he dicho, el hecho de ser judíos nos obligaba a vestirnos de
Moros: hermosos zapatos amarillos con ribetes y lengüeta verde, medio
fruncida; medias de lana muy gruesa, de color marrón, pantalón bombacho
en el que podían caber tres o cuatro judíos, por la cantidad de la tela
que tenían, de seda rosa brillante; una faja azul; camisa tan holgada
como los pantalones y tan mora que parecía de las Mil y Una Noches;
sobre ella, un chaleco con bordados de oro hechos a mano; luego, el fez
y una inmensa capa...Para completar el uniforme de judío, portábamos un
poderoso trabuco que solamente podía utilizarse el último día de las
fiestas, ante el peligro de dejar sordos al vecindario y a los
visitantes e incapacitados para escuchar las pintorescas parrafadas.
Conservo una foto en la que aparezco vestido así... y con un enorme puro
en la boca.
El asunto de la fiesta tenía un curioso argumento. En los primeros días
los Moros, con la ayuda de sus aliados los Judíos, comenzábamos ganando
la batalla; pero luego, y con la ayuda del invencible San Jorge,
aparecían los Cristianos y acababan derrotándonos. Lo cual no nos
preocupaba mucho a los vecinos, porque sabíamos que al año siguiente
comenzaríamos nuevamente a ganar la batalla. En cualquier caso, las
pendencias nunca eran muy graves porque únicamente se trataba de pasear
disfrazados y de divertirse a toda costa.
Si para mí tuvieron importancia estas fiestas de Moros y Cristianos,
desde que tengo uso de razón, fue sobre todo porque representaron mi
primer contacto vivo en la música. No recuerdo si en ellas llegué a
tocar algún instrumento. Lo que sí es seguro que cantaba alguna de las
extrañas canciones de nuestra comparsa. Porque yo no recuerdo a Camilo
sin cantar. Me importaba poco ahora si figuraba como judío, como moro o
como cristiano, porque en lo religioso he sido siempre y sigo siendo un
poco sincretista, como corresponde a un buen mediterráneo; sí me importa
en cambio la huella que aquellas músicas de charanga, en ocasiones de
magníficas bandas de aficionados, dejaron en mí. Esas orquestas
callejeras por una lado y las canciones de la radio fueron mi verdadera
escuela musical, mi única escuela.
La señora Joaquina debía estar harta de mí.
-¡Camilo! ¿Quieres apagar esa radio? ¡Me estás mareando!
-Pero, mama, si está cantando Joselito.
-Como si canta el señor obispo. Me duele la cabeza.
Era un aparato maravilloso. Lo teníamos colocado en un rinconcito del
salón, cobijado por unos visillos que ocultaban los soportes metálicos.
Parecía una pequeña ermita de madera negra. Al altavoz estaba cubierto
por un brocado y en el dial aparecía un mapamundi en azules y beiges
como una tentación para sintonizar todas las emisoras de la Tierra. Sin
embargo, las ondas lejanas penetraban muy difícilmente en la Hoya, de
manera que apenas se tocaba el mando, fijo siempre en la EAJ-12, Radio
Alcoy. Todo lo que manaba de aquel brocado era absorbido por mi cerebro
como un alimento imprescindible. Joselito, Juanito Valderrama, Antonio
Machín, las folklóricas, grandes damas inagotables...Y también noticias,
anuncios, discursos, concursos. Pero sobre todo la música. No solo era
una pasión, sino una droga. Me asomaba a la puerta y si no veía nadie en
la calle, aunque hiciera buen tiempo, aprovechaba para conectar el
aparato.
-¿No puedes dejarle descansar un ratito? -repetía mi madre.
-Déjame un poco solo, mama.
-¿Y por qué no repasas la lección?
-Si ya me la sé...
Lo que realmente me sabía de sabía de memoria eran todas las canciones
de la época. A los diez años debía de tener ya un repertorio incluso
superior al de ahora. No me cuesta ningún esfuerzo recordar fragmentos y
piezas completas: Campanera, Juan Salvador, Pa dónde vas, Pregunto al
trote de mi caballo...Francisco alegre y olé...Continuamente las repetía
para mí mismo, a media voz. En lugar de meter en mi mollera la lista de
los reyes godos, que me iban a preguntar al día siguiente; o los
afluentes del Ebro, iba aprendiendo palabras y conceptos extraños,
frases que no entendía, versos que para mí carecían de significado. Pero
llevaban con ellos una música que se me pegaba al oído como las moscas
en aquellas cintas untadas de falsa miel que mi madre colgaba del techo
en el verano. Sin ningún esfuerzo, como esponja que absorbe hasta la
última partícula de humedad, como alimento imprescindible.
Ya no me despegaría de la radio nunca. Cuando, unos años más tarde,
pasaba horas inacabables pintando para ganarme el pan, allí estaba la
radio acompañándome, enseñándome, nutriéndome. Sin la esclavitud de
horarios del colegio, pude descubrir entonces otro tipo de programas que
de niño no conocía. Y así, entre bloques de canciones y de discos
dedicados, escuchaba también inacabables novelas llenas de lágrimas y de
tragedias: Alexis y Cristina, La Renuncia, El derecho de nacer... En las
voces de Matilde Conesa, Juana Ginzo, Matilde Vilariño, Teófilo
Martínez...No me interesaban mucho aquellas historias de príncipes
desgraciados, de criados con hijos secretos, de esposas infieles, pero
todavía no se habían utilizado los recursos musicales que luego las
estaciones en Frecuencia Modulada pondrían al alcance de los niños
melómanos, que es lo que yo entonces. Dónde estará mi niña que no
aparece, qué locura encendía me la entretiene...
Yo no quería ser ministro, ni bombero, ni futbolista del Alcoyano, aún
con toda su moral a cuestas, ni guardia, ni cura, ni
electricista...Durante muchos años yo quería ser Joselito. Me sabía de
memoria todas sus canciones, veía todas las películas que estrenaban de
él, y cuando me dejaban, las dos sesiones en el mismo día. Fue mi primer
ídolo y no he perdido aún el agradecido afecto que por él sentí. Aquel
niño prodigio, tan diferente físicamente a mí, era el espejo en el que
yo deseaba verme. Cuando aparecía su voz aguda y un poco gangosa en el
mapamundi de la radio, me levantaba de la silla para acercarme lo más
posible al receptor y no perder una sola palabra. Olvidaba la leche
condensada, los proyectos de fuga de la escuela, el malecón del río, las
canicas, incluso los juegos experimentales con mis vecinas. Lo mismo me
apasionaba el género español -que por lo demás era casi lo único que
ofrecía Radio Alcoy- , que la zarzuela, los boleros, las escasas
canciones italianas, los conciertos de las bandas, tan abundantes en
toda la zona levantina y en las que se formaron muchos de los
instrumentistas que me han acompañado más tarde, los reducidos
fragmentos clásicos, incluso las marchas militares. Todo era música y
eso me bastaba.
Y, además, me resultaba bastante útil. No solo quería ser Joselito, sino
que intentaba ser Joselito. Y me gustaba, debo confesarlo. Me gustaba
cantar e imitar a Joselito, que se ajustaba más a mi estatura que por
ejemplo Valderrama. Los domingos por la mañana iba a visitar a mis tías
o a las vecinas más amigas de mi madre y sin que me pidieran me ponía a
cantar ante ellas. Y cuando nos visitaban, siempre ocurría lo mismo:
-Joaquina, dile a Camilo que nos cante algo.
Y la Señora Joaquina no se enfadaba: también a ella le gustaba oírme
repetir las canciones que había aprendido por la radio.
No cantaba para obtener algo, sino porque me gustaba. Pero siempre
obtenía algo. Era siempre el más rico de todos los hermanos y primos.
Mis tías me daban encantadas una peseta para que me fuese a la feria
después de haberme oído. Como en alguna de las películas de Joselito
debía ocurrir algo semejante, yo me sentía orgulloso y feliz. No tanto
por el dinero en sí, que nunca me ha interesado especialmente, sino
porque significaba una valoración de mi arte. El hecho de que me
pidieran una canción era ya un motivo de felicidad; no pensaba que eso
me iba a reportar algún beneficio, sino que me daban una oportunidad de
demostrar todo lo que sabía hacer. ¿Y desde cuándo ocurría esto así?. Me
parece que siempre, que nunca hice otra cosa que cantar, que era solo lo
único que realmente me gustaba.
Me pongo ahora a imaginar una ucronía terrible: ¿qué hubiera podido ser
yo de no ser cantante? Y no consigo encontrar ninguna respuesta. En mis
tiempos jóvenes no era sin duda tan difícil como ahora abrirse camino en
la vida, encontrar un trabajo, lograr algo con una carrera
universitaria. Y efectivamente, aunque no me gustaron los estudios
reglamentados, probablemente habría conseguido ser agente de comercio o
profesor de Historia o empresario del ramo eléctrico o jugador de
baloncesto o fraile salesiano o millonario gracias a las
quinielas...Intento mirarme hundido en una de esas procesiones y no me
veo, no me imagino. Sospecho que nací para cantar, y la radio y Joselito
y las comparsas no hicieron sino encaminarme para un destino que en
alguna parte estaba ya previsto. Quizás incluso mi incomodidad en todas
las escuelas a las que asistí se debía a que intuía ya no era eso lo que
estaba buscando.
Lo mismo podría decir de la actitud de mis padres. Me concedieron una
maravillosa libertad para que yo buscara mi camino, incluso en esos
primeros años en que todo es tan confuso y opaco. Jamás recibí un azote
por un suspenso en el colegio. Naturalmente que me empujaron al estudio,
que insistían para que no me descuidase en los exámenes, pero jamás
hicieron una cuestión de honor una calificación más alta o más baja.
Tampoco, la verdad, me empujaron nunca a que me convirtiera en Joselito;
quiero decir que no se dedicaban a mostrarme entre las amistades como un
monstruito con una voz de oro. Les gustaba que cantase, me escuchaban,
pero nunca pensaron que ese sería mi futuro, ni me empujaron hacia él.
Fue como una corriente suave y rica que iba creciendo año tras año, que
cada vez cobraba más vigor y consistencia, iba anegando a su paso otros
campos incluso más fértiles y con posibilidades mayores. Porque si hubo
un tiempo en que yo era pintor, y me ganaba decentemente el condumio con
mi trabajo, y ya desde muy joven, ¿por qué finalmente me empeñé a
entregar mi vida a la música? Nadie me empujó, ni yo mismo. Fue como una
planta que germinó y fue creciendo ella sola.