Cuando nos levantamos aquella mañana no sabíamos en dónde poner el
cuerpo. Era ya tarde, más de las diez. Para un niño de nueve años, tan
enamorado como yo del movimiento y de la vida que pasaba a mí alrededor,
el último día del colegio era siempre como un enorme portón de acero a
través del cual no se veía nada. Quiero decir que no sólo no echaba de
menos las clases y los profesores, sino que incluso sentía en alguna
esquina del alma que todo aquello no existía. Y no porque lo odiase;
sencillamente no pensaba en ello, el colegio se había volatilizado. De
modo que cada mañana era una alegría nueva, incluso una mañana como
aquella en que el calor levantino pesaba como una piedra. ¿ Era sábado
tal vez?.
Las chicharras atronaban por todas partes, el sol parecía pegado en el
suelo como una hoguera infinita. A los ocho años y en esas
circunstancias sólo piensa uno en resolver los problemas que siente en
su piel. Imagino que desayuné más o menos como todos los días, que mi
madre me dio un beso como todos los días, que me mandó alguna cosa...
-Mama, yo voy a darme un baño a las balsas.
-No quiero que vayas solo
-Pues me voy con José.
Pero José tendría entonces unos doce años. Ni siquiera solía yo darle
opción a que opinara sobre mis deseos. Si tenía calor, le decía que me
acompañara a darnos un baño y no imaginaba contradecirme. No desde luego
por sometimiento a la autoridad de su hermano menor, sino porque era
aquello mismo lo que él deseaba plantear. Pero sólo tenía doce años.
-¿ Con José? - dijo mi madre -. ¡ Ni hablar! Peor que si fueras solo. Si
tienes calor, te remojas en casa. No quiero que os ahoguéis los dos.
Consuelo estaba haciendo las camas y limpiando las habitaciones. Ella
tenía ya más de veinte años, era una mujer fuerte y guapa. Escuchó la
prohibición tajante de la señora Joaquina y ni apartó los ojos de su
labor para no inmiscuirse en el asunto. Yo me senté en un rincón del
pasillo, sofocado e imaginando de qué modo podría salirme con la mía.
Cuando Chelo cerro la puerta de la habitación, pudo ver que su hermano
Camilo, su preferido, estaba acurrucado, dando grandes suspiros de
tristeza, casi ahogado.
-Pero, chato, ¿ qué te pasa?
Yo levanté la cabeza y la miré con los ojos deliberadamente ingenuos,
como sorprendido por una pregunta que tanto esperaba.
-Es que tengo mucho calor.
- ¡ Pues vaya novedad! Y yo también. Tienes calor porque hace mucho
calor...
-¿ Y a ti no te gustaría ir a darte un baño en las balsas?
-Si no tuviera otra cosa que hacer...
-Ya has terminado - insistí.
-En esta casa no se termina nunca. Debo ir a la compra.
-Pues te vienes con nosotros a las balsas, nos dejas allí para que nos
bañemos y tú te vas a la tienda. Luego nos buscas. Así no enfadará tu
madre.
Chelo me revolvió el pelo con la mano; me miró despacio y se apartó de
mi lado. Un minuto después regresaba con las manos juntas y tendidas
delante del pecho. Las abrió de golpe sobre mi cabeza y unos goterones
de agua fresca me salpicaron la cara. No sabía si llorar de rabia, pero
al verla a ella riéndose feliz, la imité y me abracé a su cintura.
-¡ Es poco, es poco! - le dije -. ¡ Llévame a las balsas!
-¿ Y te portarás bien?
Aunque no hubiera tenido intención de hacerlo le hubiera respondido de
la misma manera:
-¿ Pues claro?
Debió de convencer a mi madre a mi madre sin mucho esfuerzo. Todavía
ahora me veo colgado de su mano derecha caminando de prisa por la calle
hacia las afueras de Alcoy. José saltaba al otro lado, procurando como
yo arrastrar los pies en el suelo para levantar polvo. Chelo todavía
continuaba riéndose y alzaba mucho la cabeza hacia la luz, como si
quisiera absorberla toda. Aunque las calles estaban casi vacías a causa
del bochorno, algunas mujeres nos saludaban desde puertas y ventanas, en
un alto repentino de su trabajo casero. Nadie sabía mucho de mí en el
mundo por entonces, ciertamente, pero en mi calle era ya muy famoso. Y
con eso tenía suficiente. En realidad, me bastaba con dar saltos al lado
de mi hermana, bien sujeto a su mano. Ya ni siquiera hacía calor. La
felicidad únicamente consiste en instantes fugaces como aquel,
insignificantes y pequeños, pero perfectos. Probablemente en aquel
momento ni siquiera me apetecía ya bañarme. Era suficiente el polvo
amarillento que nos rodeaba, el tacto de la mano segura, los gritos que
José y yo nos dirigíamos sin mirarnos, el continuum agobiante, lento y
dulcísimo de las chicharras.
No sé a cuál de las balsas nos dirigíamos ni por qué elegimos
precisamente aquélla. Los campos de Alcoy están sembrados de pequeños
pantanos en los que se recogían modestos manantiales, enjutos regatos y
las escasas lluvias para utilizar las aguas en los regadíos del cultivo
de huerta. En verano, desde luego, cumplían la función de albercas
siempre de sus dueños no estuvieran al acecho de la chiquillería para
impedirlo. Los altos bordes de tierra y piedras contenían el agua, que
podía quedar libre abriendo las compuertas dispuestas en el fondo de la
balsa.
De todas maneras, no creo que fuera muy grande. Y si con ojos de niño no
parecía grande, sospechoso ahora que era realmente pequeña, un charco
profundo rodeado de verde, lleno de agua verde a la que el duro sol no
podía atacar.
-¿ Nos quedamos aquí?
Mi hermana Chelo llevaba ya puesto, bajo el vestido, un bañador
estampado. José y yo teníamos menos miramientos con el pudor. Sin
comprobar siquiera si alguien nos estaba vigilando, nos quitamos los
pantalones, camisas, calzoncillos y zapatos y nos lanzamos al embalse.
No teníamos mucho estilo nadando, ni tampoco pretensiones de adquirirlo:
lo importante era agitar brazos y piernas, bucear, lanzarnos aguadillas,
chapotear en medio de aquella frescura maravillosa. A nuestro alrededor
como un ángel de la guarda, Chelo disfrutaba también de su porción de
dicha, nos salpicaba, hundía presionándonos en la cabeza y luego nos
recataba tirando de un brazo o de una pierna.
José fue el primero en tomarse un respiro. Le seguí yo y juntos nos
tumbamos en las hierbas calcinadas de la orilla. Me sentía tan dichoso
que me puse a gritar; no se trataba de una canción de aquellas que me
aprendía de memoria después de oírlas por la radio, de una escala
estudiada en el colegio; era un puro grito modulado, la voz pura y
simple como expresión biológica de que uno se encuentra a gusto, de que
seria capaz de pasarse así la vida entera , sin crecer mas, sin
descubrir ningún otro rincón del mundo, sin pedir nada a nadie, sin
moverse. Siempre he sospechado que la música y la canción nacieron de un
estado de espíritu semejante a aquel, como expresión irracional y
biológica de una sensación corporal, primitiva, infinitamente alejada de
toda contaminaci1ón civilizada.
Gritaba al sol, al aire, al cielo, al agua, a mi mismo. La canción no
tenia texto, no tenia palabras porque no eran necesarias.
Y pronto se unió a mi voz otra que también brotaba del fondo de la
sangre.
-¡ Camilo socorro! ¡ Camilo! ¡Socorro, socorro...!
Me quedé sentado tirando hacia la balsa. Allí, en el mismo centro, mi
hermana Consuelo braceaba agitada y desesperadamente con la cabeza muy
salida del agua y los ojos muy abiertos. Tenía el pelo anudado al cuello
como una soga negra eso es lo único que me atemorizó. Y de dirigía a mí
con sus gritos.
-¡ Se está ahogando, Camilo! - dijo José como si se tratara de una parte
imprevista de un espectáculo. Tanto para él como para mí aquello era
sencillamente insólito. Chelo movía convulsa todo su cuerpo en medio de
la balsa y nos pedía ayuda.
Éramos tan niños que la palabra ahogarse tenía un significado extraño e
infinitamente lejano: no quería decir que Chelo estaba a punto de morir,
que nunca más me acariciaría la cabeza, que no volvería a llevarnos de
la mano ni a reír a nuestro lado. Se ahogaba y eso era todo.
Nuestra primera reacción agobiados por el asombro, fue tumbarnos en el
suelo e extender los cortos y débiles brazos hacia el agua, para que
nuestra hermana se agarrara a ellos. Pero Chelo estaba muy lejos de
nosotros, parecía imposible que en un mundo tan pequeño ella estuviera
tan lejos. Intentaba avanzar hacia los bordes, pero continuaba atrapada
por el violento remolino de las aguas, y los bordes eran cada vez más
altos. Nosotros no teníamos fuerza suficiente para sujetarla.
¿ Cómo podía suceder aquello en una mañana tan hermosa?
-¡ Llamad a alguien! ¡ No puedo salir! ¡ Id corriendo! - gritó ella.
Y como si de pronto hubiéramos adquirido conciencia de lo que en
realidad ocurría, José y yo echamos a correr por el campo, cada uno en
un sentido distinto. Encontré a una mujer muy mayor, me parecía vieja,
con cerca de cuarenta años pienso ahora. Estaba vestida de negro y
trabajaba en una zona de cultivo llena de altas plantas que me azotaban
el cuerpo desnudo. Al verme correr enloquecido, sin una prenda sobre la
piel, dejó su herramienta y se dirigió a mi con los brazos abiertos.
Debía de pensar que algún animal me perseguía.
-¡ Chiquet, chiquet!
-¡ Mi hermana! ¡ No puede salir de la balsa!
La mujer se dio rápidamente cuenta de la situación. Paró en seco su
carrera y emprendió otra hacia el extremo de la huerta más alejado de
donde yo estaba. Yo la seguí gritando, porque creí que se había asustado
y huía de mí, pero en seguida vi cómo se agachaba, cogía una cuerda y
saltaba por entre las plantas en dirección a la balsa. Ya no se ocupaba
de mí para nada. La seguí a trompicones, con el corazón en la garganta.
Mi hermano José había desaparecido del horizonte y se me ocurrió pensar
que también él estaba en la balsa.
-¡ Chelo, Chelo, espera!
Pero aquella intrépida samaritana estaba ya actuando al borde de la
balsa. Arremangada la falda, por la forzada postura, una pierna
firmemente asentada en el terreno, lanzaba la punta del cabo hacia mi
hermana, cada vez más temerosa y asustada. Consuelo siempre había sido
una mujer muy vigorosa. Ahora braceaba con mayor ímpetu y por fin
consiguió aferrarse a la cuerda. La mujer de negro tiró con fuerza y yo,
como si sirviese de algo, me agarré también al extremo de la cuerda y
empecé a hablar como si de mis tirones dependiera la vida de mi hermana,
aunque supongo que en realidad dificultaba más que favorecía el trabajo
de la mujer.
Al fin, Chelo tocó la orilla, mientras en el centro del pequeño embalse
el vigoroso remolino continuaba absurdamente girando, ya sin su prensa.
Quedó derrumbada sobre las hierbas, respirando agitadamente.
-¡ Madre de Déu! ¡ Menos mal, menos mal...!
Mi hermana se irguió y quedó sentada en el suelo, sujetándose con los
brazos la zona del estómago.
-¿ Que ha pasado? ¿ Porqué no podía salir? - preguntó mirándome a mí,
como si se sintiera culpable, como si yo tendiera algo de aquellos
asuntos de gente mayor.
- He tenido que ser yo, hija mía - dijo la mujer sin apartar dos ojos
del agua-. Me puse a regar y abrí la compuerta de la balsa sin saber que
os estabais bañando. Al salir el agua por debajo siempre hace unos
remolinos muy fuertes, por la forma del terreno será, digo yo, siempre
lo he visto ... Menos mal que tu hermano me avisó a tiempo.
Todavía discutieron un rato sobre aquel fenómeno que a mi no me
interesaba nada. Chelo estaba sentada allí, muy cansada aún, me miraba y
sonreía. Eso era lo que a mi me importaba. Al cabo de lo que me pareció
mucho tiempo, reapareció José persiguiendo, él también, a un huertano
que había por fin encontrado en su carrera. Y el hombre terció sin
dudarlo en el asunto de los fondos de las balsas y los remolinos y el
calor que hacia y por qué no se había fijado la buena señora si conocía
la cuestión, y cómo el agua parecía verde a aquella hora. Yo estaba
sentado en el suelo, escuchando y, aunque era mediodía y el sol horadaba
la tierra, sentía un frío espantoso en las rodillas y en los codos. José
y yo estábamos vestidos y no sabíamos qué hacer.
Por fin, Consuelo se levantó, se puso el vestido - que era de color
naranja, me parece- sobre su traje de baño verde oscuro, todavía tardó
un rato es despedirse del hombre y de la mejer que la había salvado. De
nuevo nos tomó de la mano y empezamos a andar.
-Si tú, Camilo...- empezó a decir, pero se calló.
-¿ De verdad que no podías salir del agua? - preguntó José.
-Los remolinos son unos traidores, hay que tener mucho cuidado - dije yo
usando palabras aproximadas a las que había escuchado al huertano.
-Pero no vamos a decir nada a madre, ¿ verdad? Solo hemos estado jugando
un rato en la balsa y yo me divertí dándoos un susto.
-¿ Y podremos volver? - pregunté.
- Pues claro que sí, pero nos bañaremos en otra balsa.