La construcción de un hombre es tarea larga y compleja que dura toda la
vida. Y como en el caso de los edificios, el éxito de esa construcción
depende sobre todo del arquitecto que imaginó los planos y de los
ingenieros que pusieron los cimientos. No voy a caer en la pretensión de
meterme en camisa de once varas, que psicólogos y pedagogos han escrito
ya sobre el asunto para dar u tomar; sólo estaba refiriéndome a mi
experiencia personal. Voy repasando pequeñas historias, anécdotas
minúsculas, el difuso tejido de mi infancia y siempre aparece la misma
trama querida: mi madre fue también más intensa, pero quizás un poco más
tarde, en la adolescencia; sin embargo, mi madre y Chelo me han ido
acompañando siempre como dos luces imprescindibles. No descubro un solo
rincón de mi niñez del que ellas dos estén ausentes. Tal vez porque
teníamos intereses distintos, por la diferencia de edad -especialmente
con el mayor- y porque siempre me sentí el preferido en mi casa, la
relación con mis dos hermanos no fue nunca tan íntima y directa. Y eso
que, en cierto modo, formábamos una pequeña dinastía en Alcoy, al menos
en lo que se refiere a las chicas.
Eliseo era -y todavía es, desde luego- una especie de James Dean, con
ojos verdes, guapo...Las colegialas de las Carmelitas lo perseguían
materialmente hasta que empezó a trabajar con mi padre en su taller de
electricidad. Pocos muchachos había en Alcoy que levantaran tales
pasiones. Y después vino José, Pepe que más tarde se iría a estudiar
Ingeniería industrial a Tarrasa. Como a Eliseo y como a mí más tarde,
iban a esperarle a la salida del colegio, un verdadero asedio. Incluso
le dedicaban frases escritas en las paredes. Sin duda esa persecución de
las chicas, sobre todo cuando estábamos en la adolescencia, me empujó a
intentar convertirme en cantante profesional; por un lado, nunca me
asustaron las avalanchas de las fans, incluso de las más histéricas,
porque ya tenía cierta costumbre. Y por otro, debí darme cuenta de que
ya tenía ganada, sin demasiado esfuerzo, una parte de la batalla. Ahora
ellos dos están casados y tienen su propia vida, bien alejada de la mía,
pero hubo un tiempo en que éramos casi lo mismo de famosos en nuestra
pequeña ciudad.
Chelo ha continuado más cerca de mi corazón. Muchas veces le he dicho
que de no haber sido hermana , y a pesar de la incurable alegría que
siento por el matrimonio, me hubiese casado con ella. Siempre fue
guapísima, con unos ojos azules bellísimos y un rostro angelical: se
parecía a Romy Schneider.
Antes de irse a sus clases de costura, se ocupaba de despertarme,
convencerme para que me levantase, vestirme, darme el desayuno e
incluso, en los primeros años, de acompañarme al colegio. Después
comenzó a trabajar en el taller de mi padre llevándole la oficina. E
incluso cuando tuvo su primer novio tampoco se separaba de mí. Muchas
tardes salíamos los tres juntos al campo, él portando el caballete en el
que yo comenzaba a practicar otra de las pasiones de mi vida y, a la
vez, el oficio que me permitiría comer durante muchos años: la pintura.
He dicho que era guapísima, y lo es aún, pero además era la persona más
tierna y adorable que he conocido, la que contribuyó, junto a mi madre,
a que me sintiera feliz durante tantos años. Escribía con una caligrafía
tan maravillosa que muchas tardes de invierno le pedía que se sentara a
mi lado, ante la mesa del salón, y fuera llenando hoja tras hoja, sólo
para gozar de la belleza de su letra. Jamás se negó a contestarme y
supongo que hubo de soportar mis caprichos con toneladas de paciencia.
Pero me quería tanto como yo la quiero a ella.
Sin embargo, y aunque se lo he pedido muchas veces, nunca ha querido
abandonar su casa de Alcoy, la misma del barrio de Santa Rosa, después
de que muriera su marido, hace un par de años. Dice que mi vida es mía y
no debe meterse en ella, a pesar de que yo me hubiera sentido feliz de
tenerla a mi lado en mi casa de Torredolones. Viene a visitarme con
frecuencia y todavía la Navidad pasada, reunidos con sus tres hijos y
con nuestra madre, celebramos las fiestas casi como en los viejos
tiempos.
-Chelo, vamos a bailar.
La agarré por la cintura y comenzamos a girar al ritmo de la música de
la radio. Mi madre aplaudía y lloraba de la risa.
-¡ ay, qué chuli, volver a bailar contigo!¡ Volver a bailar!- decía
ella.
Era una manera de recordar algunos de nuestros momentos más dichosos.
Nos llevaban mis padres a los bailes y verberenas y en tanto ella no
encontraba al muchacho que le gustaba para pasar la tarde, era yo su
pareja de baile. Y si el portero no me dejaba entrar porque descubría
que era muy pequeño, no le importaba a ella renunciar a su diversión y
regresar a casa conmigo y con nuestros padres.
Siempre que pienso en ella sé que nunca podré estar solo...
Yo he querido ofrecerle todo lo que tengo, poner el mundo a sus pies,
pero se ha negado siempre. Viuda, sigue trabajando para sus hijos,
valerosa y fuerte. Únicamente ha aceptado que me porte con sus hijos
como un segundo padre. Vienen con frecuencia a mi casa, especialmente el
más pequeño de los tres, que tiene diecisiete años y unos deseos enormes
de aprender. Les ayudo en lo que puedo porque fue muy grande e
importantísima la ayuda que su madre me prestó cuando yo era niño.
Probablemente fue también ella la que me enseño a ir bien vestido. Como
en todas las familias sin recursos sobrados, la ropa de mi hermano mayor
pasaba en herencia a José. Sin embargo, yo fui incapaz siempre de
utilizar ropa de otro. Consuelo, que cosía muy bien, se ponía al tajo
con un abrigo usado de mi padre: le daba la vuelta, lo cambiaba de
arriba abajo y me confeccionaba una trenca. Parecía nueva y, sobre todo,
era mía . Entonces, me la ponía. Mis hermanos peleaban frecuentemente
porque uno usaba prendas del otro, se las robaban momentáneamente para
acudir a alguna cita o por simple capricho. Yo nunca fui capaz de
imitarlos. Prefería usar mi ropa vieja a ponerme la nueva de ellos. Y
eso continúa ocurriéndome ahora. No tengo ningún sentido de propiedad de
la ropa - y en realidad, de nada -, puedo prestarla o regalarla sin
ningún apuro, pero no puedo ponerme nada de otro. Es también otra de mis
manías que me llegan de tan lejos...
Entonces no se trataba, naturalmente, de usar ropa cara o de grandes
modistas. Consuelo se ocupaba de comprarme aquello que sabía que iba a
gustarme o bien de cocerme prendas nuevas a partir de otras usadas. Se
empeñaba mucho en que fuera siempre bien aseado, me frotaba el cuello
cada mañana, procuraba que no tuviera un botón fuera de su ojal. Así me
iba enseñando, casi sin quererlo, a ser una persona. Yo no quiero decir
con ello que yo juzgue a las personas por su aspecto externo, por su
vestido; pero el aliño exterior es un espejo del aliño del espíritu y la
elegancia externa surge siempre del interior del individuo. Lo cual no
es lo mismo que exigir de alguien que ande por su casa con traje de
alpaca bien planchado; yo soy el primero en ponerme cómodo, con un
simple batín sobre la piel desnuda, y un simple taparrabos si tengo
calor. Pero aún así puede uno mostrarse limpio y adecuadamente vestido.
Y todo lo que vengo diciendo sobre Chelo, que en el fondo son sólo
muchas palabras para explicar cuánto la quiero, podría repetirlo acerca
de mi madre. También ella, a sus setenta y tres años, vive en Alcoy,
sola, lejos de mí. También ella desea no meterse en mi vida y no acepta
más que pasar temporadas más o menos largas conmigo. Viene de pronto,
cargada como siempre de las cosas que me gustan, se instala en la casa y
comienza a cocinar para mí. No he conseguido siquiera que acepte que yo
le mande mi coche para que haga un viaje cómodo; viaja en autobús, con
sus bolsas llenas de comida y de regalos. Y cada vez que aparezco en la
televisión, me llama inmediatamente.
-¡ Ay Camilo, ¿que no es emocionante? - me dice con un fuerte acento
valenciano, sorprendida de verme, como si todavía no se hubiera
acostumbrado a este oficio público que tengo.
En realidad, ella y yo, como Chelo, seguimos hablando en valenciano
entre nosotros, porque es nuestra lengua familiar y la lengua de nuestro
amor. He visto y sigo viendo las polémicas que suscita el hecho de que
sea una lengua propia o una manera de hablar el catalán. Yo quiero
entrar en el asunto. Sencillamente es para mí la lengua de mi infancia,
la lengua de mi felicidad primera, la de mis padres y la de mis
hermanos. Sigue pareciéndome hermosísima aunque la utilice en mis
canciones menos de lo que yo mismo quisiera. Desgraciadamente, un
cantante profesional termina siendo un hombre que se debe a un público
mayoritario. Cuando me enfrento en México o en Los Ángeles a veinte mil
espectadores, debo cantarles en la lengua que corresponden. Por eso en
mis actuaciones por el levante español suelo dedicar parte del
espectáculo a mi lengua materna.
Tal vez debería haber escrito en valenciano la canción que dediqué a mi
madre en mi cuarto disco, de 1974. Quizá no lo hice porque entonces se
hacían interpretaciones políticas - muchas veces equivocadas - acerca
del asunto, yo he procurado huir de las charlas políticas como la peste.
Ay madre, ay madre, siempre lejos... Me acostumbré tanto a ti, que
cuando estoy con alguien quiero que sea como tú; y como tú no hay
nadie... No era esa canción, en realidad más que una forma de expresar
mi amor por ella. Joaquina, como yo mismo la llamo influido por el
tratamiento que suelen darle mis guardeses, mis músicos y todos mis
amigos, es una presencia constante y total en mi vida, compañera
adorada, cálido regazo, alguien de quien nunca he podido prescindir, lo
mismo en los años que voy relatando que ahora mismo... Ni siquiera el
inmenso amor que siento hacia mi pequeño hijo disminuye en lo más mínimo
el que siento por ella.
Vivaz, ingeniosa, desprendida, con un portentoso sentido del humor y sin
haber perdido nunca ese carácter entre ingenuo e irónico ni sus
costumbres de mujer de pueblo, todavía corre a ocupar la primera fila en
mis conciertos, y se levanta y grita y llora de la emoción como la
primera de mis fans. La primera y la más importante, desde luego. Ya
escribí hace diez años en aquella canción: cuando encuentro a alguien,
cuando amo a alguien, sólo quiero que sea como ella, el gran arquitecto
que puso en este hombre que ahora soy lo mejor que tiene. Sobre ella,
sobre los recuerdos que ella tengo y mis vivencias a su lado podría
llenar todas las páginas de este libro. Desgraciadamente, ninguna de
ellas, por abundantes y hermosas que fueran, podrían describir mi
agradecimiento hacia ella y la importancia que ha tenido en mi vida. Ni
el amor que le tengo.