Quizá yo intenté demasiado pronto poner en práctica ese convencimiento
de que la vida es hermosa cuando la gente se ama...La verdad es que el
ambiente familiar de mi infancia me impulsaba a ello. Quienes no ha
tenido tanta fortuna pensarán que hay algo de injusticia en todo esto y
yo mismo lo pienso a veces; no injusticia en el hecho de que yo haya
sido un niño feliz, sino en el hecho de que no todos los niños hayan
sido o sean felices. Frecuentemente en mis viajes, especialmente por el
interior de México y en América del Sur, aunque también en España, he
encontrado esos rostros desolados de niños, esos ojos tristes y vacíos
que gritaban su incomprensión ante una desdicha evidentemente injusta.
"El que no hay razón que le condene a andar sin manta", como dice
Horacio Guaraní, con débil gramática, en su canción Si se calla el
canto, que yo grabé en 1973. en esos momentos me daba rabia de haber
sido tan afortunado, especialmente en mis primeros años. Luego uno se va
labrando su dicha o sus desgracias, al menos es parcialmente responsable
de la una y de las otras, pero en la infancia todo el mundo debería
tener derecho a ser perfectamente feliz.
Yo lo he sido siempre..., o casi siempre. Y me da vergüenza confesarlo.
Hace un par de años leí en una revista mexicana un poema desgarrado y
cínico que me dio mucho que pensar. Decía: solo es feliz el imbécil / de
catorce prístinos kilates. / Se puede -hay casos- / ser feliz a veces /
y mucho tiempo incluso, / pero sin alardes, / sin muchos aspavientos / y
por puro egoísmo, / y al paso, y de reojo / y sin decirlo a los
infortunados. Evidentemente, no quiero pasar por imbécil, así que me
apresuraré a confesar que también he sido desdichado, muchas veces.
Incluso en ocasiones en que todo parece ser brillante y maravilloso,
cuando llego a mi casa con los oídos todavía llenos de aplausos y de
gritos, utilizo un sistema muy particular para entristecerme, para
recordarme a mí mismo que no siempre he tenido eso y que probablemente
no durará toda la vida. Aunque no creo que el tal sistema sea
transferible, que sirva para los demás, voy a describirlo.
Me siento en un sillón, tenso todavía, busco en mi discoteca algunos
fragmentos musicales que me resultan especialmente patéticos, que me
ayudan a meditar, a sentirme menos eufórico y triunfador. Por ejemplo el
Adagio de Albinoni (y de Giazotto, que lo reconstruyó), la Gymnopédie 1
de Eric Satie (pero en la versión original para piano, la orquestación
de Debussy no me entusiasma), incluso la 2; en concierto de Vivaldi para
flauta titulado La Notte...La mayor parte de estas piezas son tan breves
como una canción y suelen bastarme para que me deshinche el globo de la
inevitable vanidad del hombre en los escenarios. Es una especie del
memento mori de los monjes antiguos, menos dramático pero igualmente
efectivo, y tienen para mí la magia de transportarme a instantes o
situaciones menos eufóricas de mi vida.
Durante mis primeros años en Alcoy eso no hubiera sido posible, porque
todo fue esplendor y dicha. Una vez más repito que gracias a mis padres
y a mi hermana Consuelo. Y quizás impulsado por esa venturosa
experiencia intenté muy pronto comprobar si otras clases de amor
provocaban satisfacciones semejantes.
Uno de mis íntimos amigos, amigo precisamente de esa época, suele
burlarse de mí cuando se entera de que ando enredado en conflictos
sentimentales, cosa que para mi mal sucede con demasiada frecuencia.
-Siempre has vivido rodeado de un harén- me dice.
Él conoce lo que ocurrió exactamente el día de mi primera comunión e
incluso los hermosos preparativos. Por decirlo de una manera un poco
exagerada y quizás pretenciosa, cuando ese amigo, me descubrió detrás de
la cortina al poco rato de haber hecho la primera comunión, ya llevaba
yo muchas tardes jugando a los médicos con varias niñas de mi barrio. No
creo que nadie se avergüence de esos primeros tanteos en el mundo del
sexo, si es que realmente eso eran; imagino que a casi todo el mundo le
ha ocurrido lo mismo. En el fondo, todo se reducía a tiernas e ingenuas
exploraciones mutuas: "Pues tú tienes esto y yo tengo lo otro". "Pues
esto ahora se pone más grande y la enfermera te lo va a curar". "¿Y por
qué esto es diferente?".
Quizás era yo más osado que mis compañeros, tal vez tenía más curiosidad
o menos temor, el hecho es que practiqué el juego de los médicos muchas
veces y con la mayoría de las niñas de mi edad que vivían en el barrio.
Solo ahora me pregunto porqué precisamente ellas aceptaban ese juego
conmigo y se mostraban remisas con otros. Según me han dicho las
personas que me conocieron en esa época -estoy hablando del Camilo de
seis u ocho años-, era ya bastante alto para mi edad -ahora mismo mido
un metro ochenta y tres centímetros-, rubio y con los mismos ojos azules
que afortunadamente conservo...Esas personas dicen que parecía un ángel,
aunque eso suelen decirlo de todos los niños. La verdad es que ya tenía
el carácter que ahora tengo: extrovertido, jovial, contemporizador,
afable; procuraba no portarme mal con nadie y atraerme a todo el mundo.
Eso debía de convertirme en un pequeño líder -"tú eras siempre el que
mandaba en la calle", suele decir ahora Chelo- y no es sorprendente que
las niñas se inclinaras más hacia el jefe de la pandilla, por pequeño
que fuese, que hacia los peones. Aunque como tampoco yo estuve nunca en
la piel de ellos no podría decir si las prácticas de Medicina
Exploratoria también las realizaban a mis espaldas. Nunca puede uno
fijarse demasiado de la fidelidad de sus amigas..., como tampoco ellas
de las de uno, por lo demás.
En fin, el caso es que llegó "el día más maravilloso de mi vida", según
me habían contado en el colegio. Me habían comprado un traje gris de
pantalón largo y las solapas de raso gris, casi un verdadero esmoquin. A
mí me gustaba mucho, aunque en seguida le descubrí un inconveniente.
-Pero, mama, si me queda grande. La chaqueta casi llega a las rodillas.
-Es que será tu traje de los domingos, chiquet, y si crees de prisa muy
pronto te vendrá a la medida.
-¿Y por qué no me compras otro cuando crezca?
-Éste te queda muy bien. Vas el más guapo de todos.
Finalmente me convencieron, desde luego, y sin decirme que no estaban
los tiempos como para comprarme un traje cada vez que estirara unos
pocos centímetros. Como en mi casa nunca se hablaba de dinero, o muy
raramente, no lo hubiera entendido. De hecho, al día siguiente de la
comunión me quitaron las solapas de raso, cortaron las perneras del
pantalón y el esmoquin quedó convertido en un elegante traje de los
domingos. Recuerdo muy bien aquel hermoso traje porque era también el
que llevaba puesto la primera vez que vi el mar en Alicante, al año
siguiente. Aunque Alcoy dista solamente medio centenar de kilómetros de
la capital -y apenas treinta de la costa mediterránea en Villajoyosa-,
no era frecuente para una familia modesta como la mía emprender
excursiones de placer.
Por eso tardé tanto tiempo en asomarme al gran padre de toda mi cultura
y de casi toda mi música, el mar Mediterráneo.
Ni siquiera me ofrecieron ese viaje como regalo. Y tampoco un reloj o la
bicicleta con la que tanto soñaba y que no pude obtener hasta casi
veinte años más tarde. El uniforme de comulgante era más que suficiente:
el traje gris, el crucifijo colgado de un cordón dorado y el libro de
oraciones con pastas de nácar significaban ya un gasto respetable para
mi padre el electricista. Tenía entonces ocho años. Era en 1954, el
mismo que desembarcaron del Semíramis los solados de la División Azul
apresados en la campaña de Rusia, doce años antes, cuando luchaban al
lado de los alemanes.
Cuando volvía a casa, una de mis vecinas me dijo:
-Estás muy guapo, Camilo.
Era una chiquilla de mi edad, morena, con grandes ojos negros y trenzas
que le bailoteaban en la espalda. Se llamaba...
Ahora está casada, tiene hijos. Como, afortunadamente, sigue llamándose,
será mejor que no pronuncie su nombre.
Pues bien, la gente mayor estaba celebrando el acontecimiento. Padres,
tíos, parientes, vecinos se dedicaban al chocolate, las pastas, el anís
y habían olvidado por completo al protagonista de la fiesta. Yo dejé mis
condecoraciones más pesadas en una mesilla que había en el recibidor y
me fui con la niña pasillo adelante hacia el patio. Había allí un pesado
cortinón que ocultaba un cuarto trasero y detrás de él nos escondimos.
No era desde luego la primera vez que los dos estudiábamos juntos
nuestra piel, pero nunca lo hicimos con tanto detenimiento y entusiasmo
como aquel día.
A simple vista podría parecer desmesurado o sacrílego un acontecimiento
como éste, pero más bien habría que referirse a la inconsciencia o a la
ingenuidad curiosa de la infancia. ¿Qué ocurrió realmente? Probablemente
nada..., o todo. Recuerdo solo, como un tacto lejano, la piel delicada
de aquella niña y el agitado batir de la cortina, que se me pegaba a la
espalda y el los hombros. Aquella forma de hacer el amor a los ocho
años, aquel juego sin malicia, sin inquietudes, como una pasión perfecta
y limpia, no causó traumas o sinsabores a nadie, lo que bastaría para
justificarla. Ni siquiera el amigo que nos descubrió.
Salía hacia el patio y observó los bultos detrás de la cortina. La
levantó un poco y preguntó:
-¡Eh! ¿Qué hacéis aquí? ¿Estás jugando a los médicos?
-A los papás y las mamás- dijo la niña.
-Pues vais a perderos el chocolate. Y dicen que van a traer una tarta.
Tu madrina, que te la regala.
El sonido de aquella palabra mágica, más que el susto por haber sido
descubiertos, nos hizo abandonar rápidamente nuestra actividad.
Recompusimos rápidamente las ropas y detrás del amigo nos unimos en el
salón a los que estaban festejando el día más feliz de mi vida. Que
probablemente lo era, aunque no por las razones que me habían dado en
los Salesianos. Mi novia precoz se situó en alguna parte, con un trozo
de tarta, y yo me dediqué a escuchar las conversaciones de los mayores,
aunque sin prestarles demasiada atención. Todos se empeñaban en decirme
que estaba muy guapo con mi trajecito gris, que parecía un ángel, que
nunca olvidaría un día tan bello.
Incluso los más simpáticos me preguntaban ya qué quería ser de mayor,
que aquel aire hasta podía llegar a ministro. En un rincón de la sala
sonaba con fuerza la radio y yo estaba más atento a la música confusa y
al sabor del dulce que a las conjeturas colectivas sobre mi porvenir.
Sobre todo porque no tenía intención de ser nada de mayor; mejor dicho,
no tenía intención alguna de ser mayor. Si no me había propuesto imitar
a Peter Pan era sencillamente porque no tenía la menor idea de que tan
inteligente personaje existiera. Era feliz con lo que tenía entre los
dedos, con el mundo que me rodeaba: no necesitaba otra cosa.
-Camilo, ¿no vas a dar más tarta a tus amigos?- preguntaba Chelo.
-Si es suya...Pueden comer todo lo que resistan. ¿Podremos ir a jugar
más tarde?. A la calle. Anda, mama.
-Ese Camilo solo piensa en jugar, ya lo veis. Pero tendrás que quitarte
ese traje. No quiero que lo destroces tan pronto.
-¿Y en qué va a pensar, mujer? - respondía mi madrina Maríu-. Ya tendrá
tiempo de meterse en cavilaciones. Deja que se divierta ahora.
Me había olvidado ya de mis experimentos detrás de la cortina.
Probablemente ni volví a mirar durante todo el día a aquella niña que
había sido, aproximadamente, mi primera mujer. En la calle sin asfaltar,
bajo el sol de mayo, nos esperaban las canicas, el fútbol, el trompo;
muy cerca de la calle empezaba el campo, los primeros promontorios de la
sierra Mariola. La hoya de Alcoy era todo un universo lleno de tesoros
fáciles de conseguir y al alcance de la mano.
Como tantos otros días, los chavales estaban quizás esperándome para que
yo tomara la decisión de elegir un juego, una manera de pasar el rato.
Subí a nuestra habitación colectiva del piso superior y me cambié la
ropa. Ya mi madre me había enseñado -y siempre insistía mucho en ello- a
abandonar las prendas sobre mi cama, relativamente dobladas y ordenadas.
Sin embargo, en los momentos especiales aparecía siempre Chelo para
echarme una mano. Ella me buscaba la ropa de repuesto, recogía la otra,
me daba un beso en la frente, me empujaba suavemente para que me fuera a
corretear. El día más feliz de mi vida era cada uno de los que estaba
viviendo en mi casa, en mi barrio, entre mi gente. Y si muchas veces
pienso que soy un hombre feliz, aun sin derecho especial a serlo, es
únicamente porque fui criado con ternura. Y aquella ternura me ha
servido luego como un colchón de espuma en los momentos difíciles,
cuando la infancia queda ya tan lejos y debo de enfrentarme cada momento
a las realidades del hombre adulto.