Con dieciocho años, éramos ya mayores. O así lo sentíamos.
Y la primera gran decisión conjunta de Los Dayson vino a significar su
definitiva separación. A los pocos días de mi cumpleaños, y después de
la experiencia en la televisión y en Madrid, acordamos trasladarnos
juntos a la capital. José Luis, el guitarrista solista, influyó mucho en
la decisión, porque quería comenzar estudios de Arquitectura y en
Alicante no había escuela. También yo insistí ante los demás, porque
intuía que nuestro lugar como músicos era Madrid. Mis padres no se
sorprendieron demasiado cuando se lo dije ; aunque con pena ; me dijeron
que si yo pensaba que eso era lo mejor para mi futuro, que me fuera.
Siempre estaba a tiempo de volver, en todo caso.
Cargamos nuevamente la furgoneta con instrumentos, maletas y ropa
personal y en octubre de 1964 nos trasladamos a Madrid. El mismo Masanet,
a través de un conocido, nos buscó una casa dondo alojarnos, un tercer
piso en la calle Ailanto, 54, en el barrio de La Ventilla. La calle
estaba sin asfaltar, del campo llegaba un viento helado que se colaba
por las paredes. Las habitaciones carecían de calefacción y la señora
María, que hasta entonces vivía sola con un nieto de corta edad, tenía
decidido ofrecernos agua caliente para la ducha solamente los sábados ;
el resto de los días había que lavarse saltando y gritando dentro de la
ducha y dándole a los más furiosos rock-and-rolls para licuar el hielo.
De noche, las almohadas de la cama estaban duras como leños de la taiga
siberiana. Estábamos acomodados dos en cada habitación, ya que José Luis
se había ido a una pensión de Argüelles que le quedaba más próxima a la
Universidad.
Y como teníamos que vivir por nuestros medios, antes incluso que
intentar abrirnos camino en la música era preciso sobrevivir. Yo recurrí
a mi sistema habitual. Mis amigos pintores me pusieron en contacto con
un marchante madrileño amigo suyo llamado Caballero. Creo que ahora es
una poderosísima institución en el negocio de la pintura. Por entonces
poseía un motocarro y un almacén en La Elipa y, desde luego, muchas
ganas de trabajar. Tantas al menos como yo mismo. Regularmente se
acercaba a nuestra casa con una buena provisión de lienzos y cartulinas
y yo monté un pequeño estudio en el comedor de la señora María :
primero, el caballete ; más tarde, paneles para los cuadros en serie.
Jesús el batería, que me veía continuamente afanado para sacar dinero
para todos, empezó a ayudarme. Fui poco a poco enseñándole a pintarme
los fondos de los cuadros, mientras yo me ocupaba de las figuras y
detalles. De nuevo, como en los más laboriosos días de Alcoy, me imponía
una tarea fuerte : tres o cuarto cuadros diarios, y a veces más. Cuando
llegaba Caballero, teníamos en nuestro dormitorio una buena cantidad de
obras. Nos las pagaba, dejaba nuevos lienzos y hasta la próxima visita.
El batería Jesús era un alumno aventajado ; yo le iba transmitiendo los
conocimientos técnicos que me habían dado las hermanas Angelines, Dorita
y Victoria y cada vez su ayuda me resultaba más valiosa. Hasta tal punto
se aficionó mi amigo que unos meses más tarde decidió dedicarse por
completo a la pintura, estudiar y a partir de entonces hasta hoy mismo
continúa con esa actividad.
Remigio Barrachina era un poco el administrador de la extraña
cooperativa que formábamos. Cobraba de Caballero y se ocupaba de pagar
la pensión de los cuatro y de llevarnos a comer a los lugarees más
adecuados a nuestro presupuesto. Generalmente comíamos en un bar de
albañiles situado cerca de la casa. Si la hora o el hambre nos pillaba
por el centro, caminábamos hasta la calle Barbieri, donde estaba el
restaurante más barato de Madrid. Por diez pesetas ofrecían tres platos
: sopa o potaje, un huevo frito y una salchicha con patatas o algo
semejante. Más una fruta de estación como postre.
Durante varios meses, y con la ayuda de Jesús, pinté centenares de
cuadros. Los firmaba con el nombre de Campillo, nombre colectivo que
usábamos varios artistas de la cuadra del marchante. He visto luego
cuadros míos en algunas casas, incluso en una de Nueva York, de un
americano, pero jamás me he atrevido a confesar que fuera yo el autore
de la obra. Y no por vergüenza, pues algunas de aquellas pinturas eran
más que dignas, varias realmente estupendas, sino por pudor. Quizás el
hecho de que un cantante hubiera pintado aquello lo hubiese conferido
automáticamente el calificativo de obra de aficionado. Y no es así. Los
cuadros de Campillo, cualquiera que fuese su autor, solían tener un
cierto nivel de calidad, aun realizados en serie y de prisa. Por eso se
vendían con tanta prodigalidad en todo el mundo.
Mi relación con la pintura fue siempre la de un amante infiel, debo
reconocerlo. Infiel y aprovechado. Sólo ahora sigo practicándola por
puro placer, un poco como desagravio a aquellos años que me dio de comer
esperando quizá que me quedara con ella para siempre. Ahora, en los
escasos momentos de ocio, me encierro en una habitación y pinto
lentamente algún cuadro. O un retrato de la mujer que me acompaña. Y no
guardo ninguna de esas obras : se las regalo siempre a las personas que
están más cerca de mí o a mi madre, que le gusta guardarlas con esmero.
Absorto totalmente en la música, con buena parte de mi vida hipotecada
por ella, la pintura es una visitante ocasional y plácida, nada
exigente, que me recuerda tantos favores recibidos y horas muy
agradablemente pasadas. Nunca le he dicho un adiós difinitivo, lo mismo
que a mis otras novias de carne y hueso, y no descarto la posibilidad de
que algún día, cuando la garganta me falle o me aburran las
producciones, regrese a los brazos de esta vieja amante en la intimidad
de mis últimos años. Sé que ella no va a echarme en cara esa larga
traición con la música.
Porque la música era el pirmer objetivo de Los Dayson en Madrid.
Queríamos tocar, pero ¿donde? No conocíamos a nadie, nadie nos conocía.
Entre Remigio y yo planeábamos una estrategia. A media tarde salíamos
los cinco músicos de casa y comenzábamos las investigaciones. Nos
acercábamos a las chicas por la calle.
-Oye, ¿vosotras dónde moveís el esqueleto?
-En tal sitio.
-¿Y tienen buenas orquestas?
-Las hay buenas y malas, según.
Bastaba con que nos mencionaran un par de veces un lugar para que nos
presentáramos allí para pedir trabajo. No nos sentíamos tímidos o
asustados y, por lo demás, teníamos ya un pequeño curriculum : habíamos
salido por la tele.
Además de ese camino, íbamos también por el más directo. Allí donde
veíamos un cartel o un anuncio que dijera "baile", "club", "sala de
fiestas" o similar, llamábamos y pedíamos audiencia. José Luis se
informaba en la Universidad de los lugares a los que acudían los jóvenes
y el resto del grupo se mantenía con todas las antenas bien desplegadas
para captar cualquier información útil sobre el mundillo musical de la
bullente capital española.
-Oye, los sábados, ¿donde vais a bailar?
-A "Los Boys", ¿por qué?
-¿Y por dónde cae ese sitio?
-Por Usera.
Allá fuimos, como a tantos otros sitios. Era una especie de garajón
enorme y horroroso, con las paredes sucias y húmedas. El dueño aceptó
hacernos una prueba y nos contrató para el sábado siguiente. A mí me
pareció como un "The Cavern" a la española. En medio de nuestra
actuación, un tipo completamente vestido de negro, adornado con cadenas
y herrajes de todo tipo, pelo largo, muñequera, gafas oscuras ; un tipo
con un aspecto terrible empezó a hacerme muecas de burla mientras
bailaba. Yo dejé la canción a la midtad, abandoné el micro en el suelo y
me lancé a la pista. No era fácil ganarme bailando el rock-and-roll.
Pronto nos hicieron corro y aparecieron dos chicas en la competición. Al
terminar, el fulano me abrazó con fuerza y dijo :
-A partir de ahora seréis los líderes musicales de nuestra Banda de lo
Ojos Negros.
-¿Yo? ¿Has visto el color de mis ojos?
-Da lo mismo. Cantas y bailas como dios. Asunto hecho.
Aquella banda estrafalaria y suburbial estaba formada por una docena de
bailones formidables, trabajadores duros y entusiastas del
rock-and-roll. Iban armados de cadenas de motos, cuchillos y resultaban
realmente peligrosos. Así que eran los verdaderos dueños de "Los Boys".
Sin embargo, gracias a su admiración por nosotros, se convirtieron
enseguida en nuestros protectores. Sus chicas eran también nuestras
chicas.
Fueron a ver al dueño del local.
-Nos van Los Dayson. ¡Contrátalos!
-Pero tengo muchos compromisos...
-¡Contrátalos! Son los mejores.
-Bueno, sí.
-Pues eso.
-De acuerdo, de acuerdo. Actuarán un par de veces al mes.
Nos pagaban una miseria, apenas para costearnos el Metro y la cena, pero
nos sentíamos felices. No éramos sólo músicos de escenarios -por cutre y
desolado que fuera el de Los Boys- sino que participábamos en los
bailes, nos divertíamos como todo el mundo.
Muy poco después, un mánager llamado José Luis Pascual, que tenía la
oficina por detrás de la calle de Leganitos y llevaba al batería Regoli,
primo segundo de nuestro guitarra rítmica, nos consiguió de compromiso
una audición de Antonio Alonso, actor de cine y casado más tarde con una
marquesa, dueño de "El Parnaso". Era el primer club en plan fino que
hubo en Madrid, antes del "Nica's" de Nicholas Ray. En "El Parnaso"
actuaban ya los grupos de más renombre de Madrid y muy pronto Los Dayson
pudimos codearnos con ellos. Cada vez que actuábamos allí nos podíamos
permitir el lujo de despreciar el restaurante de la calle Barbieri.
Incluso comíamos pollo, que era un lujo asiático en aquella España del
despegue económico : Barrachina no ponía pegas de tipo económico. Claro
que no podíamos echar la casa por la ventana. Cuando regresábamos de
trabajar, por la noche, era un espanto cruzar el puente de Legazpi : del
río soplaba un viento helado. Entonces nos montábamos los cinco en un
taxi, y nada más pasar el puente decíamos :
-Mire, mejor déjenos usted aquí, que vamos a visitar a un amigo...
Pagábamos las seis pesetas del trayecto y seguíamos el viaje en Metro
hasta nuestra casa de la Plaza de Castilla.
Claro que raramente volvíamos temprano a casa. Muy pronto empezaron a
rondar junto a nosotros las chicas. Sólo en "El Parnaso" recuerdo haber
tenido cinco novietas a la vez, entre ellas las dos hermanas Galbó. Pero
esas primeras adquisiciones de mi harén pertenecen a otro capítulo... Al
término del espectáculo, las invitaba a dar un paseo y a tomar un
bocadillo en una tasca, o nos quedábamos bailando si detrás de nosotros
se presentaba otra orquesta. Mari Carmen, Lali, Pilar, Cristina y
Beatriz Galbó... Yo tenía dieciocho años.
Sin embargo, aquello no era vida. En el mismísimo "Copacabana", su
propietario nos permitía ensayar en una especie de ático enorme en donde
colgaban a secar manteles y servilletas. En aquel tendedero, mientras
las telas se enredaban a veces en los instrumentos, fuimos montando el
Help de Los Beatles... Cuando comíamos, no cenábamos. Cuando cenábamos,
nos helábamos de frío en nuestra pensión. El grupo empezó a tambalearse,
quizá porque ninguno de sus otros miembros tenía tanta pasión como yo
por la música. La madre de Remigio empezó a decir que le daban ataques
por estar lejos de su hijo y como éramos menores de edad obligó a mi
amigo a regresar a Alcoy. Allí sigue todavía, casado y con dos hijas,
relacionado tangencialmente con la música, pero dedicado a otros
asuntos. José Luis aprovechó la oportunidad para explicar que debía
ocuparse de sus estudios de arquitectura, un poco intocados con tanto
baile y tanto ajetreo. Hoy es un gran arquitecto. Y Jesús, experto ya en
cuadros de Campillo, prefirió también ensayar esa vía. Primero nos
quedamos tres, luego dos... Los Dayson morían cuando parecía posible
conseguir algo. Era el mismo cáncer que destruía a tantos guops
españoles de la época.
Cuando Los Dayson éramos tres -Jesús el batería, Emilio el primo de
Regoli y yo- nos mudamos a la calle de Isabel la Católica, a un piso
situado encima de una panadería. Teníamos una habitación para los tres
con dos camas, de modo que nos turnábamos para dormir dos en una cama y
el otro en la otra. Una noche los dos a los que había correspondido cama
compartida aparecieron rojos de ronchas y sarpullido. Pensamos al
principio que nos había sentado mal la cena, pero todos habíamos cenado
lo mismo : una tortilla francesa. A la noche siguiente, a mi compañero
de cama volvió a ocurrirle lo mismo. A la tercera, uno se despertó,
encendió la luz y se encontró la cama como redil de chinches. Yo debo de
tener la sangre agria o amarga, en todo caso poco apetitosa para los
bichos, ni los feroces mosquitos del trópico me atacan, pero mis
compañeros parecían alfombras bujaras. Habíamos dejado la casa helada y
nos habíamos metido en aquella habitación que parecía un zoo
entomológico, con una cortina por puerta. Escapamos al día siguiente.
Solos los tres, ni actuaciones ni perspectivas. Fueron unas semanas
espantosas, hasta que Jesús nos abandonó también. Pasada la Navidad,
todo parecía perdido. Sin embargo, yo me ocupaba de escribir a mi madre
cartas en que le contaba que vivíamos poco menos que en maravillosos
palacios, que comíamos en los mejores restaurantes de Madrid y que todo
era maravilloso.
Emilio y yo andábamos ya a la desesperada. Nos había oído tocar mucha
gente, nos sobraban las chicas, pero todo parecía oscuro. En Madrid
había entonces miles de chavales llegados de todo el país, como
nosotros, y con ganas de afirmarse en la profesión de músicos. ¿Cómo
salir adelante?
Al fin me llamó alguien.
-Oye, Camilo, que Cefe se va a la mili, ¿lo conoces? Nos hace falta la
voz solista. ¿Qué te parece?
-Hombre, gracias, pero yo estoy con Emilio ; no puedo dejarlo solo.
Aquel tipo pidió tiempo para pensarlo. Era uno del grupo llamado Cefe y
Los Gigantes, del cual Ceferino Feito (Daniel Velázquez, más tarde)
desaparecía. Debieron de echar a la calle a su guitarra rítimica y nos
metimos Emilio y yo con ellos. Durante toda una semana fui el cantante
solista de Los Gigantes y hasta tuvimos tiempo de actuar en el Club
Victoria, de la cadena Consulado... ¿Cómo seguir veinte años después las
microhistorias de todos los grupos de la época?
No recuerdo por qué : Los Gigantes se desintegraron a la semana de
haberme incluido a mí entre ellos. No batimos el récord de brevedad ;
creo que lo tenían The Mistery Men, que se formaron un viernes, actuaron
el domingo, encapuchados, y el lunes dejaban de existir. Y otra vez en
la calle. Pero al mismo tiempo se disuelven una vez más Los Botines
porque su cantante solista, Manolo Pelayo, ha decidido abrirse camino
como solista (Rufo el pescador...). Los Botines se habían llamado antes
Los Diablos Negros, y antes Las Estrellas Negras, y antes Los Vultures,
creo, y antes... Eran gente muy famosa, imitadores también de Los
Beatles ; aparecían fotografiados en periódicos y revistas, siempre muy
elegantes, muy finos. Incluso ya tenían algunos discos grabados, es
decir, contrato con una compañia discográfica. Andaban por allí el
guitarra Paco Candela, que ahora tiene en Madrid una horchatería y un
negocio de alfombras de Crevillente ; Manolo Varela, batería, ahora
enrolado en una empresa de espectáculos. Y los suizos Dominique Varcher
y Daniel Grandchamp que se habían traído de su país Alain Milhaud, el
reorganizador del grupo. Creo que al final el único Botín auténtico era
Varela. Los demás éramos Los Gigantes y los dos suizos. Todo esto
sucedía en la primavera de 1965.
Estos primeros Botines -primeros en lo que a mí me toca- tuvieron
durante poco más de un año una actividad muy fuerte, aunque sin lograr
en ningún momento un puesto privilegiado bajo el sol. Trabajábamos casi
todoas los fines de semana, a veces dos veces en un mismo día, y
aceptábamos cualquier tipo de oferta. Era un tobogán sin frenos, una
droga en la que ninguno o muy pocos de nosotros se daba cuenta de lo que
estaba viviendo, una gran borrachera continua entre cuyas brumas giraban
actuaciones, insomnios, chicas, amigos repentinos, desapariciones
súbitas, dinero escaso, cambios constantes de domicilio, aplausos,
tristezas... Y la mismísima sombra de la muerte.
Los bailones de "Los Boys" y "Copacabana", con toda la Banda de los Ojos
Negros, quedaban ya lejos. Otros grupos recién venidos "de provincias"
ocupaban nuestro puesto. Los Botines actuaban en "El Parnaso", en
"Acuario", en la cadena Consulado.
Eln el mes de julio de aquel año 1965, creo que el día 2, había
conseguido por fin verlos en persona. No había demasiada gente en la
plaza de toros de Madrid porque las entradas resultaban carísimas :
cuatrocientas pesetas. Era una verdadera fortuna para un joven, pero los
Escarabajos cobraban ya cuatro millones de pesetas por la actuación. No
se habló mucho de su presencia en España -todavía a los adultos les daba
miedo su música- pero para todos nosotros fue como recibir un maná que
habíamos esperado tanto. Y todos nosotros estábamos allí, desde luego :
desde los pioneros del Price hasta los últimos enfebrecidos del barrio
de Usera, desde las descubridoras del twist, que quizá se habían casado
ya , hasta las niñas que colgaban el uniforme del colegio en casa de una
amiga y se disfrazaban de mayores para asistir al Club Victoria. Todos
deseábamos verlos, hablar con ellos, pero los rodeaban tantos policías
que nadie logró acercarse a ninguno de los cuatro a menos de cien
metros. Todavía éramos como una sociedad secreta, como adictos a una
religión que nadie comprendía, devotos de aquellos cuatro melenudos
cuyas canciones nos oxigenaban el alma. Los que aquel día estuvimos
allí, incluso después de haber pedido dinero prestado, jamás podremos
olvidar fiesta tan grandiosa?
Curiosamente, mi admiración no tenía la menor sombra de envidia, tal vez
porque jamás he sido envidioso o porque me parecía justo que Paul
estuviera entre Los Beatles y yo entre Los Botines. A fin de cuentas,
nosotros no hacíamos sino imitarlos. Tampoco me avergonzaba comparar
nuestros contratos con los suyos.
Contratos como uno que recuerdo para una actuación en una piscina de Las
Rozas, a una veintena de kilómetros de Madrid. Se especificaba en los
pactos que teníamos derecho a entrar en las instalaciones por la mañana,
a bañarnos... y a comer una paella. La paella era detestable, desde
luego, pero ni a un experto como yo le hizo ascos ; el que nos
garantizaran una comida abundante era algo de vital importancia. Nos
bañamos, pues, comimos y después fuimos montando nuestro equipo (no
teníamos técnicos que nos ayudaran, por supuesto) en un estradillo y nos
pasamos la tarde tocando mientras los bañistas bailaban. Tocamos hasta
media noche y todavía nos quedamos de juerga algunas horas más porque yo
acababa de conocer a una mujer espléndida, cantante también, que me
había prometido aparecer por la piscina cuando terminara de actuar... en
Cartagena, a más de cuatrocientos quilómetros. Se llamaba Laura Casale y
comenzábamos un largo y tormentoso idilio. Allí la esperamos en compañia
de otro grupo llamado Tom Cat y los No-sé-qué, que había compartido el
escenario con nosotros a lo largo de seis u ocho horas.
Quizá ya entonces comenzábamos a ser conocidos como Camilo y Los
Botines. Teníamos cierto número de canciones propias, y no mucho más
tarde grabamos dos de ellas en Sonoplay : Te voy a explicar y Eres un
vago. Claro que como no pertenecíamos a la Sociedad de Autores, las
firmó otra persona, que trabajaba en la compañia discográfica. No debió
de servirle económicamente de mucho porque el disco pasó totalmente
inadvertido. O al menos no fue lo que se dice un gran éxito. Y a
nosotros ni siquiera nos sirvió como publicidad.
Llegamos incluso a grabar algunas maquetas, pero yo seguía bajo contrato
con Sonoplay, en donde Herminio Verdú y Pedro Mengíbar y Adolfo
Waitzman, director artístico, querían lanzarme a mí solo como cantante,
acompañado de Los Botines. Ellos se negaron y yo me decidí a grabar solo
porque había entrado ya en Caja y en cualquier momento podían llamarme
al servicio militar.
Pasado el verano, las actuaciones escaseaban. Yo, en los momentos de
apuro, volvía a la pintura, piadoso salvavidas. Y a falta de práctica,
me metía a hacer coros para los amigos y conocidos. Por aquellos días
reaparecía una vez más Miguel Ríos con aquello de cuando oigo sonar una
guitarra, vuelve entre sus notas mi canción. Le hice coros en algunas
canciones, sobre todo en una en catalán.
Y entre ensayos con Los Botines, cambios de músicos en Los Botines, los
primeros problemas amorosos serios, encuentros y desencuentros con
amigos y colegas, se insinuaba ya el verano del 66. Mantuvimos una
reunión para organizar el trabajo, porque yo pensaba que podíamos ganar
un poco de dinero, aprovechando nuestra fama y el trabajo preparado en
el invierno, y resacirnos de meses tan malos. Estaba con nosotros Paco
Candela, el antiguo guitarra, el de la horchatería, que actuaba como
mánager. Discutíamos de trabajo cuando alzó la voz el guitarra solista
Rodrigo Alcaraz, Roche.
-Oye, que este verano no voy a estar. Me voy de vacaciones con mis
padres a Andalucía.
Era sevillano, de familia rica. No necesitaba dinero. Y el tipo decía
que se iba de vacaciones después de haber pasado todos más de un año
preparando las actuaciones del verano... No podíamos creerlo, pero así
era.
-Pues se acabaron Los Botines. Si no queréis trabajar, adiós Los
Botines.
Curiosamente, a todo el mundo le parecieron bien mis palabras. Les dije
que se las arreglaran como pudieran. Si no tenían guitarra, también se
quedaban sin la voz solista. Y nos dijimos adiós.