La historia de los Dayson, con Camilo y su voz microfónica al frente,
fue bastante larga y no vacía de éxitos, aunque éstos raramente
sobrepasaban la región alcoyana. Duró realmente hasta que mi decisión de
tentar la aventura en Madrid planteó algunos problemas a varios otros
miembros del grupo. Pero entonces llevábamos ya sobre nuestras espaldas
algunos centenares de actuaciones, poseíamos uno de los repertorios más
ricos entre los grupos de la época e incluso habíamos concluido las
primeras composiciones propias, que sólo ocasionalmente nos atrevíamos a
interpretar en público. A lo largo de más de tres años, no sólo había
ido aprendiendo música, a tocar la guitarra, a perfeccionar la voz y a
moverme en los escenarios con todo lo que ello implica -organización de
los conciertos, luces, efectos, ropas, relación comunicativa con los
diferentes públicos-, sino que me iba forzando humanamente. Pero un
roquero que se iba haciendo hombre a principios de los sesenta no tenía
muchas preocupaciones aparte de su trabajo en la música. Todo era
agradable, brillante, cómodo. Ahora me doy cuenta de que ante la vida de
nuestros prójimos sentíamos un cierto pasotismo avant la lettre ; nos
inquietaba tan sólo nuestra propia presencia en el mundo, en nuestro
reducido mundo, el calor de nuestras seguidoras, los aplausos, la música
más vanguardista. La rebeldía frente a lo establecido se limitaba a esas
manifestaciones externas y casi biológicas ; quiero decir que en nuestra
vida había más sentimiento que ideología, aunque posteriormente -o
simultáneamente- aquel sentimiento fuera tranformándose en ideología,
más entre quienes nos contemplaban que entre los que movíamos el mundo
sin saberlo. Pero lo estábamos moviendo y agitando, como luego se vio.
A ser consciente de esta realidad me ayudó sobre todo Juan Iborra, el
batería genial que algunas veces actuaba por gusto con nosotros, aunque
no perteneciera al grupo. Juan era y sigue siendo una maravillosa mezcla
de músico, de poeta, de extraterrestre y hombre en su expresión máxima.
-Tienes que componer canciones en valenciano, Camilo- me decía. -Si todo
el mundo pronunciara el valenciano como tú, sería la lengua más hermosa
del mundo. Yo creo que ya lo es, pero la gente descuida la fonética.
Me prestaba libros de poetas valencianos y catalanes -Guimerá, Aribau,
Maragall, Espriu, March, Andrés Estellés, Carles Salvador, tantos otros-
y me pedía que leyera en voz alta los poemas. Aquellas sesiones eran
como una continuación de mis solitarias lecturas de los poetas
castellanos y también un descubrimiento de otras sonoridades, otras
sensibilidades. Iborra era un entusiasta de todo lo mediterráneo y lo es
aún, tal vez más, desde que se casó con un mujer mexicana y pasa largas
temporadas en el país de ella. En lo mediterráneo no incluía sólo a los
poetas y a Sorolla, sino también a la música árabe y griega.
Precisamente mis primeras composiciones en valenciano, aún inexpertas y
por eso no grabadas posteriormente, tenían una fuerte influencia de la
música árabe ; incluso algunas noches pasábamos juntos grandes ratos
escuchando la música maluf de Túnez que nos llegaba por encima de la
olas del mar amado. Algunas huellas de esta afición casi secreta han
quedado en muchas composiciones o interpretaciones mías, no sólo en
Melina, Más que nunca y Miénteme.
Aquellos consejos de Juan me acompañan hasta hoy. Jamás aceptó tocar con
ningún cantante o grupo moderno salvo conmigo. El rumbo de su vida no le
ha permitido hacerlo con la asiduidad que yo hubiese querido. Mi amigo
de Muro de Alcoy, pegado a nuestra sangre durante toda la vida, fue un
compañero inolvidable de aquellos años, como Remigio, el que mejor supo
empujarme y compartir lo que a nuestra edad resultaba inconcreto y
confuso.
Mientras tanto, la actividad del grupo no cesaba. No sólo actuábamos en
la "Glorieta" y en el "Centro Preuniversitario" (conocido en Alcoy como
"el Seu"), sino en los pueblos de los alrededores y en una zona
turística próxima a mi ciudad llamada "La Fuente Roja". En "el Seu"
sobre todo las colas empezaban a formarse varias horas antes de
iniciarse los conciertos ; toda la juventud de Alcoy nos seguía ya como
ídolos indiscutibles. Los Dayson eran Camilo y adonde iba Camilo allí
iban las niñas. Y adonde iban las niñas, allí acudían los chavales,
claro. Naturalmente, cobrábamos por nuestras actuaciones, pero siempre
tan poco que apenas teníamos para pagar el alquiler de nuestra nave y
para la renovación de instrumentos y vestuario. Yo seguí siempre
aportando a la familia el dinero ganado como pintor, actividad que no
podía abandonar y, además, tampoco quería.
Pero no todo el mundo veía con buenos ojos el creciente éxito de Los
Dayson. Un día se presentó en la "Fuente Roja" un policía.
-¿Teneis carné de artistas?- preguntó.
-¿Y eso qué es?- dijo Barrachina.
-Carné del Sindicato. El que autoriza a cantar o actuar en público
cobrando.
-Ni idea- dije yo.
-Pues se han recibido denuncias de que actuáis ilegalmente, en
competencia ilícita. Estáis avisados. La próxima vez tendré que multaros.
Por hoy pase, que la gente ya ha pagado sus entradas.
Algunos profesionales de las orquestas clásicas de la región -especialmente
los especializados en bodas y banquetes- empezaban a temer nuestra
competencia, que les quitaba clientela. Era una estupidez, pero
legalmente justa. Así que inmediatamente nos lanzamos a la burocracia y
solicitamos el carné del Sindicato. Muy pronto nos llamaron para las
pruebas de rigor. Debió de ser en 1963.
Y era un domingo por la mañana. En una sala de fiestas de Alicante
llamada "Albany", un grupo de señores, casi todos vestidos de oscuro a
pesar del calor, fumaba con mucha seriedad delante del escenario.
Algunos nos habían advertido ya de que convenía acudir a aquel lugar con
algún género de recomendación, si deseábamos salir con bien del trance,
pero era un detalle que habíamos pasado por alto. Estábamos seguros de
que sabíamos actuar ante el público, de nuestra profesionalidad, de modo
que ni buscamos cartas del gobernador militar ni compramos jamones. Para
obtener el carné se pedían dos interpretaciones distintas. A mí se me
ocurrió cantar primero en valenciano y luego una canción en español,
idioma que también es mío. Delante de nosotros se presentaron Los Cinco
Joes. Iban ya a la desesperada, porque también habían sido denunciados
pero llevaban acudiendo a "Albany" cuatro o cinco veces sin que
consiguieran aprobar. Uno de ellos, al encontrarnos, me miró con un
gesto de piadosa superioridad : sospechaba que nos quedaba todavía
muchos intentos.
Subimos al escenario. Miré al severo jurado desconocido con mis ojos más
infantiles, le dirigí una sonrisa casi cómplice. Era un riesgo. Podían
mandarme a casa antes de escucharme por aquella osadía en un chaval de
diecisiete años. Y nos lanzamos a nuestro propósito : primero No la
canteu més y luego una de nuestra propia inspiración. Creo que incluso
uno de los miembros del jurado (¿o era tal vez el acomodador, o el
vigilante del local, o un camarero?) se puso a aplaudir cuando hubimos
terminado. Nos dieron el carné a todos los miembros del grupo, carné
profesional de Teatro, Circo y Variedades. Mientras Los Cinco Joes
quedaban una vez más colgados -y creo que eso supuso su posterior
desaparición-, Los Dayson podían ya recorrer el mundo con todas las
autorizaciones legales para actuar como músicos, cantantes, actores,
equilibristas, payasos, domadores de fieras, starlets de varietés o
cualquier otra cosa que se nos ocurriera. Nadie podría decir ya que la
voz microfónica de Camilo era intrusa en los escenarios, ningún policía
podría retirarnos de las tablas por falta de papeles. Podíamos soltar
más humos que un tren, si nos apetecía. Personalmente me parecía una
minucia aquella cuestión del carné profesional : si una persona canta
bien, puede hacerlo con o sin un papel determinado en el bolsillo. No me
sentía más importante, más orgulloso, mejor cantante con la posesión de
aquel carné. No obstante, aquel paso insignificante y obligado por las
circunstancias era quizás una decisión más rotunda, más firme de lo que
parecía : la música era mi profesión.
Para celebrar el éxito, gastamos hasta el último céntimo y empeñamos los
próximos en nuevos instrumentos. Fuimos a la casa Alberdi de Valencia e
incorporamos a nuestro material dos espléndidas columnas que causaron
sensación entre nuestros seguidores, colocadas una a cada lado del
escenario. Algún tiempo más tarde incorporamos también a nuestra leonera
un trofeo magnífico. Se estrenó en Alcoy la película de Los Beatles Qué
noche la de aquel día y nada más anunciarla, ya de madrugada, apenas
colocado, los cinco aventureros de Los Dayson robamos uno de los
carteles de gran tamaño que anunciaba la cita. Lo situamos en el lugar
más noble de la nave de ensayo y, en una larga sesión, interpretamos
todas las canciones del filme, en homenaje al cuarteto de Liverpool. Con
el transcurso de los meses habíamos ido abandonando la música anticuada
y aficionándonos más a la inglesa y americana. Salvo los Rolling Stones,
que siempre nos parecieron demasiado duros, violentos y ásperos, con un
sonido sucio y muy follonero ; salvo ellos y sus imitadores, lo
incorporábamos casi todo. En especial, las canciones donde imperaba la
armonía de las voces, la riqueza de matices y acordes y la dulzura del
sonido, dentro del rock. En Long tall Sally yo interpretaba el papel de
guitarra de acompañamiento, una vez conseguido cierto dominio del
instrumento, y el de cantante.
Ya entonces me daba pena no disponer de tiempo para dedicarlo
exclusivamente al estudio científico de la música o al cultivo selectivo
de un instrumento. Incluso ahora a veces me planteo abandonar el trabajo
regular para encerrarme en alguna parte, con algunos profesores, para
estudiar. Sin embargo, nunca lo consigo. Me he habituado ya a pensar que
mi instrumento es la voz y que es en ese instrumento en el que debo
trabajar continuamente. Pero eso no me libra de la tristeza de conocer
bien a fondo otros instrumentos. En los años de que hablo continuaba
asistiendo a las clases de Bellas Artes, aunque irregularmente, y
continuaba pintando. Era imposible hacer más cosas. ¿De donde sacar las
horas para estudiar solfeo?
Por otra parte, las actuaciones se multiplicaban. Y pronto se nos
presentó la oportunidad de salir de nuestro habitual círculo en la
región valenciana. Fue muy poco después del examen de Alicante y una
especie de segundo examen o reválida de lo que hasta entonces habíamos
aprendido.
Nos seleccionaron para intervenir en un programa de televisión titulado
"Salto a la fama". La furgoneta de Masanet cargó con los cinco Dayson y
sus bártulos y emprendió el más largo viaje realizado hasta el momento.
El hombre conocía un pequeño hostal, muy modesto, situado en la calle de
la Victoria en Madrid, en un barrio de toreros sin éxito, aventureros de
la peseta y otras gentes de mal vivir. Allí nos alojamos, sin conceder
al lugar más importancia que la de su baratura.
Comenzaron las pruebas y las eliminatorias previas. Durante
interminables horas, casi todas en espera de que apareciese alguien que
no estaba o de que se subsanara una avería repentina, empecé a
familiarizarme con el mundo vertiginoso, confuso, voraz y apasionante de
la televisión. Curiosamente, teníamos ya tantas tablas que nos
encontrábamos en nuestro ambiente, como si no hubiéramos hecho otra cosa
en la vida que mirar a los pilotitos rojos de las cámaras y atender las
órdenes de los regidores. Nos seleccionaron. Entres las canciones
propias que interpretamos en la convocatoria, incluimos una de Los
Brincos, Flamenco.
Alguien dijo :
-Vais a cantar Flamenco.
-¿Flamenco? Nosotros preferimos cantar en la final una nuestra.
-Las vuestras no son conocidas. Es mejor Flamenco.
No hubo manera de convencerlos. Yo insistí en que nos dejaran
interpretar una de nuestras canciones, pero ellos se negaron. No sé si
por presiones de alguien, porque estaba de moda o porque no deseaban
allí demasiadas novedades, Los Dayson tuvimos que resignarnos a dar
aquel salto no deseado. Nos clasificamos, llegamos a la final, pero no
ganamos el concurso.
Habíamos actuado bien, muy seriecitos, vestidos con trajes nada
llamativos. Y sólo me permití una libertad que suscitaría ya entonces
numerosos comentarios. Cuando la canción dice y si mi novia tú quieres
ser, dirigí a la cámara, que me enfocaba en primer plano, un guiño nada
disimulado. Todas las chicas que luego me vieron pensarían que aquel
guiño iba dirigido a ellas, a cada una de ellas, y si eso les gustó
mucho, a otros les pareció exagerado y hasta obsceno.
Regresamos de Prado del Rey a Alcoy satisfechos y felices, aun sin haber
vencido. Habíamos conocido la capital, nos habíamos relacionado con
otros grupos desconocidos nacionalmente como nosotros mismos y a mí se
me había metido en la cabeza una idea fija : "Aquí es donde tenemos que
estar". Si el examen en sí mismo no había sido un éxito, la experiencia
había resultado muy rica.
-Aquí es donde tengo que estar, Remigio- le dije a mi amigo.
-Todos juntos.
-Todos juntos.
La vida juvenil de Alcoy se detuvo cuando Los Dayson aparecieron en la
pantalla lechosa. Los cinco nos reunimos en mi casa para ver la
grabación. Los cinco estábamos dispuestos a emprender el vuelo juntos,
un grupo que conseguiría imponerse a pesar de la abundancia de ellos y
de las dificultades de destacar. Yo no pensaba entonces dedicarme a la
música como cantante solista, sino como uno más dentro del grupo, uno
más de Los Beatles de Alcoy. Sentados en el saloncito de mi casa, con
mis padres, con Chelo, sospechábamos que aquello sería posible. Mi madre
empezó a llorar apenas aparecí yo y sospecho que se perdió todo el
espectáculo. Sólo dijo lo que luego ha repetido tantas veces :
-¿Que no es emocionante, Camilo?
Era muy emocionante, desde luego. Chelo también tenía los ojos húmedos.
En el fondo, las dos intuían, como yo mismo, que aquello era como salir
de una habitación dejando la puerta bien atrancada. La señora Joaquina
tenía pánico a que su hijo pequeño, su hijo mimado, abandonara para
siempre el hogar. Y tal vez a eso se debían sus lágrimas, tanto como a
la emoción. Nosotros mismos, en medio de la alegría de reconocernos, de
vernos "desde fuera" por vez primera, nos sentíamos algo inquietos ante
lo que podía significar aquello. A ninguno nos preocupaba lo más mínimo
no haber quedado clasificados en primer lugar ; nos preocupaba lo que
significaba estar allí y en tantos millones de hogares de toda España.
Cuando concluyó el programa salimos en tromba de la casa. Estábamos
anhelantes por comprobar si todo Alcoy había muerto de infarto al
vernos, si al salir a la calle nos iban a devorar como a Los Beatles en
sus conciertos. Estábamos vestidos como ellos : pantalones campana,
gorritas como las que ellos usaban, pelo prudentemente largo, chaquetas
ceñidas. En vez de caminar de cualquier modo, nos poníamos en fila o
agrupados a lo ancho de la calle. En realidad, sentíamos en aquel
instante que Los Beatles éramos nosotros.
-Muy bien, chavales, muy bien- nos decían los mayores.
-Son unos cabrones. El premio era vuestro. Érais los mejores.
-¿Me guiñabas a mí, Camilo?
-Estupendo. Los Dayson, los mejores.
Se dirigían a nosotros las amas de casa, los dueños de los bares, los
guardias municipales, los niños de las escuelas. Y sobre todo la gente
de nuestra edad, nuestros incondicionales. Todo Alcoy estaba
entusiasmado de que alguien del lugar fuera tan famoso como para salir
cantanto en la televisión, que por entonces sólo tenía en España ocho
años de vida : todavía es un milagro aparecer en la pantalla. Éramos
indiscutiblemente los número uno, la gloria del pueblo. El viaje a
Madrid nos había costado bastante dinero, pero aquella aparición
multiplicaría nuestros contratos, nuestras actuaciones, aunque no
nuestras tarifas. Claro que eso nos importaba muy poco. Estábamos
seguros de que íbamos por el buen camino. Ahítos del halago de nuestros
vecinos, muy de noche nos encerramos en nuestra nave para comentar lo
sucedido. Y allí, rodeados de los rostros de nuestros queridos
Escarabajos liverpulanos, con Pablito MacCartney al frente de ellos,
dudábamos sobre cómo sería el camino de la gloria. Si aquel primer paso
había resultado tan dulce, tan maravilloso, era difícil soñar a qué
sabría la fama en Valencia, en Barcelona, en Madrid, en México, en Los
Ángeles... Como un paisaje primaveral, a mí me parecía todo sencillo,
plácido y luminoso. Tal vez si alguien me hubiera susurrado al oído
algunas historias que iban a ocurrirme, habría decidido en aquel momento
continuar con mis cuadros para el señor Cerdá. O no. Aún de ese modo
habría seguido el camino, habría dicho que sí. La música empezaba a
estar por encima de mí, por encima de mis intereses personales, de mi
comodidad, de mi sosiego. La música circulaba por mis venas, mezclada a
mi sangre, contribuía a mantenerme vivo, era parte esencial de mí mismo.
¿Cómo podría renunciar? Lo que la música pudiera darme carecía de
importancia ; sólo importaba lo que yo podría dar a la música. Se
trataba de una especie de deber, de un destino ineluctable. Y pasados
los exámenes, era necesario dedicarse a ejercer la carrera.