En la radio estaban cambiando mucho las cosas. De pronto, Antonio Molina
solo cantaba un par de veces al día y Joselito no más de cuatro. Incluso
los locutores hablaban de ellos con una voz difuminada, como si
estuvieran acercándose al olvido. A mi comenzaba a cansarme Joselito, un
poco monótono, siempre con la misma copla. Desde Madrid, Raúl Matas
emitía un programa titulado Discomanía que yo procuraba no perderme.
Aparecían allí canciones que tenían muy poco que ver con lo oído hasta
entonces. El "Dúo Dinámico" no solo continuaba con las melodías
italianas que los habían hecho famosos, Gondolier, Come prima, Buona
sera, sino que hablaban en las entrevistas del swing, un concepto que en
Alcoy resultaba un poco raro, pero sonaba bien, y muy pronto se
convirtió en una plaga aquello de Quince años tiene mi amor, dulce y
tierna como una flor...También yo tenía quince o dieciséis años por
entonces y lo de la pierna empezaba a causarme escalofríos. ¿Se podía
decir aquello en una canción? Pero Raúl Matas llegaba aún más lejos: un
muchacho granadino que se hacía llamar Mike Ríos, que tenía un par de
años más que yo, cantaba de manera extraña algo más sorprenderte aún:
Hey, hey, hey, pecosita...Se me ponía carne de gallina al escucharlo y
comenzaba a sentirme infiel a Joselito.en el mundo en que yo estaba
viviendo no existían campaneras ni clavelitos de mi corazón ni mineros
que comían arroz con habichuelas ni jacas que cruzan el viento caminito
de Jerez; estaba, sin embargo, lleno de dulces piernas de muchachas
adolescentes, de pecositas que te miraban y te arrastraban par le bout
de coeur -como decía ya Brassens-, por el camino de la amargura.
Lo entendía mejor, lo sentía más, era mi propio mundo. De pronto la
infancia quedaba irremediablemente perdida con sus bicicletas verdes
imposibles, las balsas traidoras, los brazos levantados de don Juan
Francisco, las reglas de los salesianos y sus inagotables corales, las
niñas del barrio...Con la reválida bajo el brazo y sin una ocupación
precisa, la adolescencia llegaba a mi espíritu como una locomotora
agitada.
Era todo distinto. Los hallazgos suponían algunas renuncias. Me había
gustado mucho jugar al fútbol en el colegio y había pertenecido en los
últimos tiempos a la selección de Los Salesianos, como portero.
Curiosamente, aunque era de los más altos del curso, nunca me interesó
el baloncesto, aunque ahora sea mi deporte favorito, como espectador y
como practicante ocasional. Y también el fútbol quedaba perdido. En los
primeros meses intentaba mantener el contacto con mi equipo, acudía a
los partidos de los chavales que me sucedían en Los Salesianos, pero ya
se sentía uno desplazado, viejo entre aquellos críos.
Y se le presentaban a uno nuevas solicitudes y también nuevas
obligaciones.
-Hasta que no decidas qué hacer en la vida, mejor será que vengas a
ayudarnos al taller -dijo mi padre.
Pero yo no podía resistir en el taller. Él fumaba mucho y el humo me
molestaba, aunque no tanto como yo intentaba hacerme creer. "Me pica la
garganta", decía. Me ocupaba de encargos en la calle, porque la calle
estaba viva y era donde realmente me gustaba estar. Barrachina empezaba
a empujarme para que cantábamos juntos. Y Paco Esplugues no renunciaba a
un proyecto para mí. Había sido el único de los profesores de los
salesianos que no me llamaba Camilo, sino Chato.
-Chato, sal de la pizarra.
Nunca me ha sobrado nariz, desde luego, pero aquella forma de llamarme
encerraba alguna complicidad. Paco Esplugues, además de profesor de
dibujo, era andaluz -contra que haría sospechar su apellido-, era
locutor de Radio Alcoy y, además, enseñaba pintura en la escuela de
Bellas Artes. Creo que hacía otras muchas cosas, pero entonces no era de
mi incumbencia. Frecuentemente lo encontraba por las calles de Alcoy,
yendo o viniendo de alguna parte y con muchas prisas.
-Bueno, Chato, ¿vas a venir a la escuela o tengo que decírselo a tu
padre?.
Me había dado siempre las calificaciones más altas en dibujo y repetía
continuamente que tenía que convertirme en pintor. Incluso me había
prestado algunos libros gigantescos para que mirase las hermosas láminas
de los grandes pintores.
-Chato, decídete, no pierdas el tiempo.
¿Por qué debía uno decidirse a hacer alguna cosa, ahora que se había
conquistado la libertad, que no era necesario escaparse de ninguna
parte, que siempre andaba escaso de tiempo para no hacer nada? ¿por qué
te obligaban a crecer?.
La clase se había disgregado. Algunos de los discípulos continuaban
hacia el bachillerato superior con el ánimo de ser médicos, abogados,
ingenieros. Otros, con su primer título bajo el brazo, empezaban a
trabajar en los negocios familiares o ingresaban como aprendices en
fábricas y talleres. A unos pocos nos iba comiendo una pasión confusa
por hacer algo, por ser alguien. Pero ¿qué? No había, ciertamente,
urgencia alguna.
Cada tarde, en alguna plaza de Alcoy, me esperaba María Ángeles o su
sombra. Cada mañana, la radio me enseñaba una canción nueva,
verdaderamente nueva. Me asomaba a la puerta y mi barrio tenía otro
aspecto: estaba siempre lleno de niños pero yo no era ya uno de ellos.
Los jovencitos de mi edad tenían sus propias ocupaciones. La nueva
música del barrio era el silencio, de modo que me apartaba de él y
buscaba a algunos compañeros desconcertados como yo mismo, me entretenía
en el taller eléctrico, me acercaba al Instituto.
Entretanto, a los quince años, iba llenando cuadernos de dibujo con
paisajes a lápiz, pequeñas acuarelas de paisajes que soñaba. Mientras
escuchaba la radio y tarareaba a media voz las canciones, me aplicaba en
la pintura, porque necesariamente terminaría siendo pintor o cantante.
Alfredo Fraus y Soralla parecían llamarme desde alguna parte para que
intentase imitarlos. Si en Alcoy hubiese habido un conservatorio, el
solista del coro de los salesianos se hubiera inscrito inmediatamente;
pero allí la música era un arte que se aprendía en la calle, durante las
fiestas de Moros y Cristianos y durante las verbenas, nadie pretendía
hacerse profesional, seguir una carrera. El aprendizaje de la pintura
más accesible y tenía ya un amigo que continuamente me aconsejaba:
-Bueno, Chato, te estoy esperando. Eras el que mejor dibujabas del
colegio. No puedes desperdiciar tu talento. Hablaré con tu padre.
Mi padre, sin duda, se sentía un poco decepcionado. Como Chelo seguía
trabajando en el taller, acudía frecuentemente para estar con ella, y la
ayudaba en las facturas, en las cuentas, en el papeleo. No solo éramos
hermanos, sino también amigos. Me miraba con sus hermosos ojos azules.
-Camilo, no puedes quedarte siempre aquí ¿Verdad que no?.
-No me gustan los cables, no entiendo de esto.
-¿Por qué no intentas hacerte pintor? Te resultará muy fácil. Ganan
dinero y se hacen famosos. Son artistas. Tú siempre has querido ser
artista.
-También me gusta cantar...
-Sí, pero es más difícil. Desde aquí...¿Quién va a ayudarte? Pero aquel
profesor de dibujo te quería mucho y puede echarte una mano.
-Lo estoy pensando.
-Bueno, solo tienes catorce años. No hay tanta prisa. ¿Qué vas a hacer
esta tarde?
-Nada. Acaso busco a María Ángeles...
María Ángeles...Y Remigio Barrachina que me esperaba también para
cantarme otra canción nueva de...Y al otro lado del mar, un tipo que se
hacía llamar Bob Dylan en honor del poeta Dylan Thomas, pero que se
llamaba solo Robert Zimmermann (Roberto Camarero, aproximadamente), un
tipo que luego daría algo que hablar estaba cantando ya unos versos que
yo no podía escuchar: "Escuchad, gentes, escuchad dondequiera que os
encontréis...El agua os llega al cuello...Pero advertid que los tiempos
están cambiando". Y el querido barrio de Santa Rosa repentinamente
vacío, muerto. Los militares retirados, que podían hacer una guerra si
querían continuaban sus interminables paseos; las niñas estrenaban
vestidos. Los jóvenes iban a trabajar. El esplendor de mi mundo había
desaparecido de repente, me estaba llegando el agua al cuello y tenía
fuerzas para beberla. No era una conciencia precisa de inseguridad, de
insatisfacción: solo la visión confusa del horizonte. No recuerdo qué
escritor latino decía que no había ningún fruto que no fuera ácido antes
de madurar; y no tenía conciencia de que mi obligación biológica era
precisamente la madurez, ¿cómo podía entonces llegar a ella? Pero quizás
no tenía razones para la prisa. Había apenas salido del colegio y,
ciertamente, no tenía intención de quedarme brazo sobre brazo. El camino
se hace al andar, había leído a Machado en un texto escolar. Bastaba,
pues, ponerse en marcha, aunque la música de mi barrio hubiera
enmudecido.